miércoles, 28 de diciembre de 2011

Nada es igual

Hace un año que se abrió la puerta del futuro. Entonces no sabíamos todavía qué acontecimientos iban a ocupar los huecos reservados para la alegría, la tristeza, la esperanza, la melancolía o el tedio. Si ahora estamos leyendo estas líneas significa, al menos, que tenemos la gran fortuna de haber podido desvelar el secreto. Y eso ya es mucho.
Algunos por primera vez, otros por última, y la mayoría de nosotros una vez más, brindaremos ritualmente por la llegada de un nuevo ciclo. De lo vivido, nos quedarán los recuerdos de lo gozado y los olvidos de lo sufrido. Nuevas piezas para encajar en el mosaico de nuestra vida.
A diferencia de la sensación repetitiva y estática que sugieren los cuadros de Brueghel el Viejo representando magistralmente las diferentes estaciones del año, las nuestras de ahora, cuatro siglos después, parecen transcurrir de una manera vertiginosa e irrepetible. Cada día tiene su sobresalto, su sorpresa.
Sabemos algunas de las cosas que previsiblemente van a ocurrir. Febrero tendrá un día más. En agosto se celebrarán las Olimpiadas en Londres. La Luna continuará girando alrededor de la Tierra y el Sol seguirá brillando. Habrá setas en otoño. Y poco más. El resto de los acontecimientos que ocurran, se nos habrán desvelado, como ahora, cuando termine el año.
Y lo siento por los agoreros, de verdad. Por miedo, por interés o por puro sadismo, son legión los que cada día se empeñan en convencernos de que nos espera un año horrible. Pues en lo que a mí se refiere, que no cuenten conmigo, porque las cosas ocurren cuanto más se las imagina uno. Y digo yo que será mejor dedicar la imaginación a pensar en soluciones y no en problemas, o simplemente a fantasear para que la supuesta tozuda realidad no termine por ahogarnos.
No se trata tanto de eso que llaman genéricamente tener fe en la humanidad, como de saber reconocer en esa humanidad su capacidad para imaginar y para crear. Somos viejos lobos de mar capaces de encontrar rumbos alternativos cuando vienen mal dadas por un amenazante temporal en el horizonte. Siempre lo hemos hecho así y lo seguiremos haciendo así pese a quien pese. Al menos hasta que nos extingamos. Algo que, según el calendario maya, podría ocurrir el próximo 21 de diciembre. Y eso sí que es un tema serio de verdad, aunque prefiero pensar que también había agoreros hace más de mil años.
Es cierto que esa idea sobre la extinción de la humanidad puede resultar atractiva, al menos en lo que tiene de igualitaria, porque no se salvaría nadie. Imaginar el Apocalipsis, no deja de ser una especie de catarsis que provoca cierto estado de trascendente serenidad, sobre todo si lo comparamos con los horrores con los que nos amenazan para el año que llega que, no hace falta decirlo, no afectarán a todos por igual, aunque todos tengamos que arrimar el hombro, no sé muy bien adónde.
Pretendía con este nuevo post felicitar el año a los pacientes y generosos amigos que hayan decidido leerlo. Espero poder hacer lo mismo y a los mismos dentro de un año, lleno de vida y por lo tanto, de incertidumbre.
Una cosa es cierta, doce meses después, casi nada es igual a como uno lo había imaginado.  

sábado, 21 de mayo de 2011

Mar de fondo


Casi todo lo que se pueda decir sobre lo que está ocurriendo estos días, ya ha sido dicho. Y de todo lo dicho, lo que más ha sorprendido ha sido el discurso de los jóvenes anónimos de un Movimiento, cargado de sensatez, claridad y optimismo. Hemos podido ver y escuchar a una generación que, lejos de los tópicos al uso, está mostrando lo mejor de sí misma y tendiendo la mano a sus padres, está poniendo de manifiesto que el mar de fondo agitado por las aspiraciones de libertad, justicia e igualdad, azota, una vez más en la Historia, los escarpados acantilados de la explotación, la arbitrariedad y el individualismo.

La indignación ciudadana no sólo ha pulverizado las estrategias partidistas de la campaña electoral, alejándola por momentos a los confines de su estéril desierto, sino que además, y esto es lo realmente sorprendente, en menos de siete días ha sido capaz de recuperar y dignificar un discurso político que, hasta ayer, era calificado de anacrónico y trasnochado por los voceros del neoliberalismo rampante desde hacía tres décadas y abandonado nostálgicamente por los que pensaron que había que tirar la toalla para disfrutar cínicamente de las migajas del becerro de la abundancia.

Los fríos análisis racionales, se ven ahogados estos días por la emoción que produce el disfrute de contemplar a miles de ciudadanos tomando la calle pacíficamente, y debatiendo en corrillos las soluciones que habría que aplicar para abordar la infinidad de problemas políticos, sociales y económicos que están en la base de la indignación que les mueve.

Hay que remontarse muchos años atrás para recordar algo que se pueda parecer remotamente a lo que ahora está sucediendo, porque a diferencia de otros tiempos convulsos, lo más característico del M15M es la derrota, por incomparecencia, de los partidos políticos.

No se ven banderas, ni líderes, ni se escuchan manidos discursos vacíos de contenido. Lo que se observa en la Puerta del Sol y sus plazas adyacentes, es a ciudadanos anónimos, sorprendentemente informados, que debaten con diferencia de criterios y deciden mediante el viejo método de una persona un voto, la manera en la que se puede organizar mejor la vida colectiva. Nada más, y nada menos.

Decía un sismólogo días atrás, que la ciencia ya es capaz de prever en qué lugar se va a producir un seísmo. Lo que la ciencia no es capaz de predecir todavía es el momento en el que va a ocurrir el cataclismo. De igual manera, seguramente movidos más por el deseo que por el aséptico análisis de la situación, eran muchos los que esperaban que ocurriera lo que ahora está pasando. Lo que no se sabía era el momento en el que iba a saltar la chispa y lo que se desconoce hoy todavía, es el futuro que le espera a esta metafórica hoguera de las vanidades.

Seguramente, después de mañana será difícil que las cosas sigan como si no hubiera ocurrido nada. Pase lo que pase, y a lo mejor hasta nos alegra alguna inesperada sorpresa, este país no será el mismo a partir del lunes. El eco de las voces que se han escuchado estos días en las calles, retumbarán por mucho tiempo en las fachadas de unas instituciones que a los indignados de hoy, les parecen levantadas con los mismos deficientes materiales que algunas construcciones de Lorca.

domingo, 1 de mayo de 2011

Chantaje

“Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo volverás.” (Génesis 3:19). Con esta furibunda sentencia castigó Dios a Adán por haber desobedecido su prohibición de comer el fruto prohibido. Sin embargo, el árbol del pecado no era un árbol especial, al menos aparentemente. No se trataba de un tamarindo, ni de ninguna otra especie exótica. Era un simple y común manzano, cuya única virtud consistía en tener sus raíces ancladas en el centro del Paraíso. Lo que realmente debió enfurecer a Dios no fue que se comieran unas vulgares manzanas, sino que al final, su creación le saliera tan díscola. Aunque también es cierto que esas cosas pasan cuando se utilizan materiales poco refinados como el barro o las costillas.

La historia fue la que fue, pero habría que haber visto qué hubiera ocurrido si Adán no hubiera aceptado el ofrecimiento de Eva, la madre de todas las madres, esa a la que últimamente llaman Lucy. La decisión de Adán fue de lo más humana. Actuó como lo habríamos hecho cualquiera de nosotros en su lugar. Entre ceder al furioso chantaje de Dios, o a las sugerentes insinuaciones de Eva, eligió claudicar ante la criatura que diariamente se ocupaba de él, le alegraba la vista y la vida, y le daba conversación y compañía.

Hoy han coincidido dos celebraciones. El Día Internacional de los Trabajadores y el Día de la Madre. La beatificación de Juan Pablo II también, pero no tiene nada que ver con lo anterior. Supongo. Se conmemora la huelga general celebrada en Estados Unidos un día como hoy de 1886, con la que se reivindicó la jornada laboral de ocho horas, aunque ya sabemos que la cosa no acabó bien para algunos anarcosindicalistas. Y también hoy se homenajea a las descendientes de una Eva, por cuya ingenuidad se vieron obligados los trabajadores a realizar la huelga general de 1886. Y las que siguieron y las que  vendrán.

Así que este primero de mayo es un tanto extraño, sin duda. Y no sólo por la curiosa coincidencia que se ha producido, sino sobre todo, porque en estos confusos tiempos que corren tampoco sabe uno muy bien con qué quedarse. Si con la reivindicación lafarguiana del derecho a la pereza, o con las suplicantes plegarias al Creador para que no se olvide de que tenemos una condena que cumplir y nos envíe trabajo a raudales.

Porque, vamos a ver, que haya millones de personas que no son necesarias para realizar alguna de las tareas productivas requeridas hoy en día, más que ser motivo de desánimo, debería provocar alegría y alborozo. Significaría que gracias a nuestra inventiva hemos sido capaces de automatizar muchas actividades rutinarias, insalubres o peligrosas. Que nuestra capacidad de organización ha simplificado y racionalizado infinidad de procesos anteriormente redundantes y alambicados. En definitiva, que estamos en el camino correcto para que algún día podamos saldar nuestra vieja cuenta con el Creador y nos dediquemos a tocar la lira.

Sin embargo, lejos de mirar el futuro laboral que nos espera con el lógico optimismo, oteamos un gris horizonte saturado de negras tormentas que agitan los aires. En lugar de reivindicar, no ya las ocho horas de 1886, sino la abolición del trabajo, salimos hoy a la calle, cierto que poco, pidiendo humildemente unas migajas de jornada laboral.

Algo no encaja. Y es que el trabajo, más allá de que dignifique a algunos, nos da de comer a casi todos. Fenómeno que damos por hecho como si de una ley natural se tratara, olvidando que si hay alguna ley que lo explique, no es otra que la ley del más fuerte. La del chantaje.

domingo, 24 de abril de 2011

Si lo llego a saber

Las previsiones meteorológicas para esta Semana Santa se han cumplido con una precisión inquietante. Lejos quedan ya aquellos hombres del tiempo que miraban a la cámara de televisión con gesto más de duda que de certeza, mientras señalaban con un puntero el mapa escolar en el que habían dibujado unas isobaras, cuyo significado resultaba para el espectador tan brumoso como su credibilidad.

Ahora, sin embargo, crisis económicas, revoluciones árabes y terremotos japoneses aparte, tenemos la impresión general de que vivimos una vida bastante predecible. Sabemos de antemano qué partido va a ganar en unas elecciones a un año vista, aunque por si acaso, más vale votar, porque como escribe Vargas Llosa en El País de hoy, “no votar equivale siempre a votar por el que gana”. Conocemos por anticipado la hora a la que llegará el AVE a su destino. El tiempo que esperaremos hasta recibir la asistencia en carretera. Y hasta el resultado de un Madrid-Barça. Lástima que todavía no seamos capaces de anticipar la combinación ganadora de la Lotería Primitiva. Aunque todo se andará.

Prever el futuro ha sido un deseo tan humano y tan antiguo como el deseo de inmortalidad, seguramente porque, bien pensado, ambas cuestiones acaban por ser la misma cosa. Y algo nos hemos acercado, si no a la inmortalidad, sí al menos a la posibilidad de predecir con cierta aproximación, aunque algo truculenta, el número de años que aún nos quedan por vivir.

Y ya no sólo sabemos cuándo nos vamos a morir y hasta de qué forma, sino que, en una vuelta de tuerca a nuestra capacidad de previsión, ahora podemos conocer, nada más y nada menos, si vamos a llegar a nacer. En un reciente artículo de la revista “Human Reproduction", Tom Kelsey y Hamish Wallace, investigadores de la Universidad escocesa de Saint Andrews, publican una fórmula con la que predecir los años de vida fértil de una mujer y evitar de ese modo que, por un despiste, alguien se quede esperando durante una eternidad en el limbo de los justos.

En aras de satisfacer las previsiones de longevidad establecidas, mantenemos una dieta adecuada, hacemos ejercicio físico, abandonamos el tabaco, bebemos con moderación, utilizamos el cinturón de seguridad y el casco, evitamos los ascensores en caso de incendio, póntelo pónselo, y en definitiva, seguimos todas las indicaciones emanadas de la autoridad competente. Y lo hacemos aunque sepamos que las previsiones para nuestro límite biológico se sitúan, más o menos, allá por los ciento veinte o ciento treinta años, que es verdad que sin ser la inmortalidad, no está mal. Aunque si, por circunstancias, se tiene que visitar una planta hospitalaria con camas ocupadas por ancianos, quizá verlos y ver la vida en ellos, nos haga pensar en el valor que puede tener realmente la prolongación de la esperanza de vida o, más bien, en el valor que puede tener la vida, sin esperanza.

Todo este afán de los seres humanos para evitar la llegada de lo ineludible, previendo todos los riesgos posibles y conocidos, contrasta de manera reveladora con la sumisión con la que Jesús de Nazaret aceptó una crucifixión conocida de antemano. Sabiendo lo que sabía, no sólo no evitó su doloroso final, sino que parecía disfrutar con cada renuncia por escapar de la llegada de lo inevitable. Sin embargo, la grandeza del gesto divino no me lo parece tanto por el hecho de que pudiendo evitar la fatalidad no lo hiciera, sino porque asumiera de manera responsable su libre decisión de morir en la cruz.

Uno de estos grises días de lluvia, escuchaba en la televisión a un motero de pelo blanco, de esos vocacionales que frecuentan el Puerto de la Cruz Verde, contar que su mujer siempre decía que moriría de la manera que él había elegido. Sobre la moto.

A pesar de las bienintencionadas previsiones de todo tipo, parece como si dioses y humanos tuviéramos una tozuda tendencia para ignorar los avisos que nos advierten de que el precipicio se encuentra detrás de la puerta. Y la abrimos. Aunque sólo sea para contemplar por unos instantes la grandiosidad del vacío. Lo que ya no vale, por dignidad y decoro, es eso de arrugarse ante la visión de lo inesperado y pronunciar el irresponsable e inútil conjuro exculpatorio. Si lo llego a saber…

domingo, 10 de abril de 2011

El Quinto Poder

Estamos, o estábamos, tan habituados a una comprensión de la realidad del poder nacida en 1789, que apenas hemos podido comenzar a imaginar que la situación pudiera ser diferente. Las instituciones de la Revolución Francesa han venido configurando durante más de doscientos años la estructura clásica y formal de la división de poderes. Algo que funcionó razonablemente como alternativa a un modelo absolutista y que posteriormente se fue trufando con la aparición de otros actores. Algunos, viejos conocidos, como los grupos de presión representando los intereses económicos de diferentes estamentos. Otros, de aparición más tardía, aprovechando las oportunidades que ofrecieron los avances tecnológicos como la radio y la televisión.

El tablero en el se jugaba, y se juega todavía, todo tipo de intereses, se soporta en instituciones algo vetustas en las que se empeñan diariamente gobernantes, diputados y jueces. A veces, muchas, con la impresión de que su juego viene determinado por una mano invisible, los mercados, aunque cada vez resulte menos imposible poner nombre y apellidos al cuerpo al que pertenece esa mano. Y también, otras muchas veces, con la impresión de que ese cuarto poder que nos proporciona cotidianamente una explicación comprensible de la realidad, no parece tan imparcial como pretende hacernos creer.

Al final, el ciudadano acaba desconfiando de un tinglado que en lugar de intentar un aceptable equilibrio entre los diferentes intereses en juego, parece más bien enfrascado en la defensa de un mismo interés del que todos los jugadores terminan por sacar provecho.

Que los políticos sean el tercer problema de este país, después del paro y la crisis económica, es un dato que, más allá de la anécdota demoscópica, habría que tener muy en cuenta. Aunque tampoco les van a la zaga los parlamentarios que quieren seguir volando en clase business, o los jueces que no terminan de rematar la faena con un Presidente de Diputación que construye aeropuertos para que los jóvenes hagan botellón en sus pistas. Y de los banqueros, casi nadie quiere hablar, bien.

Es verdad, que si llegamos a conocer en parte lo que ocurre es gracias a los medios, aunque claro, si miramos en qué manos están concentrados quizá podamos entender también por qué no pasa lo que la teoría supone que debería de pasar en una situación como la que vivimos. Y para uno que ha intentado sacar los pies del tiesto, ni siquiera le han dejado salir a los quioscos. Al final, parece que “La Voz de la Calle” se ha quedado en un frustrado empeño lleno de buenas intenciones. Por algo será.

Algunos estudiosos relacionan los cambios históricos con los avances tecnológicos. Y algunos de ellos sostienen que estamos en un momento histórico porque se ha producido una revolución en la manera de comunicarse las personas. Puede que tengan razón, porque si no, sería fatuo que el Gobierno chino y algunos otros más que andan tambaleándose, censuraran el acceso a Internet de sus ciudadanos.

Algo se mueve, no hay duda. Nuestros jóvenes, esos tan descargados de valores, tan individualistas, tan hedonistas, tan intrascendentes, parece que se están enfadando ante la perspectiva de que realmente terminen viviendo peor que sus padres que, por otra parte, tampoco era mucho decir. Y ese descontento se está empezando a ver en las calles de manera agitada. Algo que choca frontalmente con la buena educación de los bienpensantes y que pone en riesgo su tranquilidad.

Internet, las redes sociales, los teléfonos móviles y toda la nueva cacharrería tecnológica, están detrás de todo esto. Aunque dudo sinceramente de que sea la causa. Quizá se trate más bien de una cuestión de conciencia, de toma de conciencia, y la tecnología sea tan sólo una buena ayuda para que los ciudadanos, el quinto poder, empiecen a decidir sin intermediarios sobre la cosa común, que es la quintaesencia de nuestra naturaleza humana. A ver si podemos.  

domingo, 3 de abril de 2011

Efímero

Hasta finales de mayo se puede visitar en Madrid la exposición “Efímeras. Alternativas habitables” (http://www.efimeras.com/). Su interés no consiste únicamente en conocer la utilización de nuevos materiales para la construcción de viviendas provisionales, ni su innovador diseño arquitectónico. En una cultura basada en la posesión de cosas perdurables como símbolo inequívoco de la riqueza personal y social, el hecho de que se ofrezca la posibilidad de vivir en construcciones livianas de durabilidad limitada, provoca un zarandeo a la manera de entender nuestro lugar en el mundo. Sobre todo, en un país en el que la propiedad de la vivienda constituye, o así era hasta ahora, el logro más deseado por las familias. Lástima que el señuelo de incrementar el valor del patrimonio en la idea de que el ladrillo nunca perdería valor, se haya hecho añicos ante la tozudez de los hechos. Por no hablar de los cientos de miles de familias que tienen que seguir pagando un piso que ahora pertenece al banco que les prestó el dinero para su adquisición.

La necesidad humana de vivir con seguridades y certezas, no deja de ser una especie de conjuro para protegerse de la incertidumbre con la que está aliñada la vida. Algo que, en los tiempos que corren, no deja de ser una auténtica quimera. No hay que esperar hasta la muerte para que decenas de miles de parejas se separen cada año. El puesto de trabajo, en el que nos íbamos a dejar media vida hasta que llegara la merecida jubilación, se ha convertido en un lugar de paso. El ideal de un Estado que nos arroparía desde la cuna hasta la tumba, se desvanece día a día. La solidez de unas relaciones personales que nos dotaban de nuestra dimensión social, está dando paso a una liquidez baumaniana, donde la virtualidad cobra carta de naturaleza.

El Presidente de la Región de Murcia, Ramón Luis Valcárcel, ha declarado días atrás que es necesario plantear que los ciudadanos también tengan que asumir parte de los costes de la sanidad y la educación públicas. Una auténtica bofetada para una sociedad cada vez más empobrecida y que, por eso precisamente, espera recibir del Estado la protección que tanto costó conseguir a los trabajadores durante el siglo pasado. Su propuesta, nada novedosa por cierto, ha provocado tanto revuelo como el de los gallos que peleaban a muerte en las apuestas ilegales, desmanteladas hoy por la Guardia Civil, en las que algunos murcianos se llegaban a jugar miles de euros. Alguien debería decirle a Valcárcel que hace mucho tiempo ya que los ciudadanos venimos asumiendo el coste de los servicios públicos. Porque en caso contrario, el presidente Valcárcel tendría que explicar en qué se ha estado gastando el dinero de los impuestos. Digo yo, que no habrá sido en apuestas de gallos de pelea.

El Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha anunciado que no se presentará a las elecciones generales del próximo año. Para entonces, quedarán atrás ocho años de intensa dedicación, de aciertos y errores, de alegrías y sinsabores, de apoyos incondicionales y críticas feroces. Gobernar no debe resultar sencillo y ser Presidente del Gobierno requiere tener cualidades excepcionales. Aunque más allá de los sólidos conocimientos en infinidad de materias, de las convicciones, de las habilidades necesarias para persuadir, convencer y negociar, de la entereza personal para resistir los fracasos y de la humildad necesaria para encajar los éxitos, lo que un buen gobernante debe tener es, en cierto modo, el convencimiento de que es prescindible. Algo que nunca logré vislumbrar en Aznar. Seguramente, José Luis Rodríguez Zapatero se sabe a sí mismo, efímero. Son los tiempos que corren.

sábado, 26 de marzo de 2011

Inercias

Contemplando las imágenes de un alud en la montaña, del fuego incontrolable en un frondoso bosque, del cazador apuntando con el rifle a su pieza, o del reo subido al patíbulo con la soga al cuello, sabemos de antemano cuál va a ser el inevitable final de cada relato. Acostumbrados a pensar que la voluntad inteligente es capaz de trastocar lo previsible, la determinación que muestran algunos acontecimientos, nos provoca una cierta sensación de impotencia al poner en cuestión el orgullo de una especie que ha sido capaz de burlarse del determinismo desde hace un millón de años.

El impresionante avance científico y técnico conseguido desde que se dominó el fuego o se inventó la rueda, refuerza nuestro convencimiento de que cualquier problema al que nos enfrentemos tiene solución. Lo que seguramente nos cuesta admitir con la misma facilidad, es que cualquier solución que se nos ocurra, genera a su vez un nuevo problema por resolver. Y no se trataría tanto de adoptar una actitud pasiva ante la imposibilidad de solucionar todos los enigmas, como de reconocer que en el Universo debe existir cierta inercia de las cosas, ante la que resultan vanos nuestros empeños humanos.

En el marco de las jornadas sobre tecno-humanidad, auspiciadas por la Fundación del Banco de Santander, el profesor Steve Cowley, Director del Culham Centre for Fusion Energy, expuso el pasado miércoles en su persuasiva e ilusionante conferencia “Fusion. Powering the Future”, las maravillas de lo que supondrá, en quince o veinte años, la utilización industrial de una energía barata, prácticamente inagotable, y limpia. Nada menos que la energía con la que nos ilumina y calienta el mismo Sol.

De lo que no habló el profesor Cowley, entre otras cosas, fue del efecto que tendría tan impresionante energía cuando se aplique a la transformación de unas materias primas caras, escasas y contaminantes. Lo cierto es que, aunque fuéramos capaces de prever todos los posibles efectos, medioambientales, políticos, económicos y sociales de la utilización de la energía de fusión nuclear, las ingentes inversiones destinadas por la U.E. China, EE.UU. India y otros países para su investigación y desarrollo, han generado ya tales inercias que, casi con toda seguridad, los congéneres que vivan para entonces tendrán que empeñarse, como siempre, en buscar soluciones para los nuevos problemas creados.

La inercia y hasta cierto punto lo inevitable, aunque no sean la misma cosa, provoca en nosotros distintos grados de rebeldía proporcionales a la naturaleza de la fuerza que nos hace sentir atenazados. Porque una cosa son las imposiciones de una implacable naturaleza y otra muy distinta, la capacidad de los humanos para someter a otros a unas formas de vida que se pretenden explicar como incuestionables. Rebelarse contra la lluvia es un gesto vedado a los poetas, pero sublevarse contra la pobreza, la injusticia o la imposición, es un reflejo que acompaña a nuestra respiración. O debería.

Hasta donde puedo alcanzar a conocer, los mercados, qué eufemismo, no están incluidos en ninguno de los reinos de la naturaleza, a pesar de que aunque no se nos diga, se nos esté insinuando un día sí y otro también. Se está consiguiendo que los ciudadanos percibamos la crisis del mismo modo que vemos las imágenes de un alud en la montaña. Algo imparable, fuera del control de las decisiones humanas. Nadie es responsable o, lo que es peor, todos lo somos. Parece como si la inercia de la desconfianza se hubiera instalado en todos los rincones de la economía y que nadie pudiera hacer nada, o muy poco, por evitarlo.

Bueno, nadie no. En un alarde de voluntarismo, egolatría, ignorancia o manipulación interesada, el señor Rajoy nos promete un mundo feliz cuando gane las elecciones generales. Pero mi escepticismo no se lo acaba de creer. Y no porque piense que la crisis económica sea inevitable, sino porque me parece que el señor Rajoy no es el poseedor de las llaves que abren la caja de las soluciones.

Esas llaves están en otras manos, en otros lugares. Mi duda consiste en saber hasta dónde están dispuestos a tensar la cuerda los que pueden evitarlo, porque si llega el momento en que los ciudadanos dejen de considerar la crisis económica como si fuera un tsunami, y empiezan a poner nombres y apellidos a sus responsables, puede que contemplemos uno de esos momentos de la Historia en los que conocemos el final por adelantado. Algo tendrá que ocurrir, digo yo.

domingo, 20 de marzo de 2011

Con perdón

Perdonen que dude de su manera de terminar con una guerra mediante otra guerra. No soy capaz de imaginar a los misiles deteniéndose a un metro del objetivo, para preguntar antes de explotar si se trata de población civil y según sea la respuesta, saltar por los aires o regresar deshaciendo el vertiginoso camino recorrido momentos antes. Y he de reconocer que mis dudas tienen que vencer al íntimo convencimiento de pertenecer a una comunidad internacional que se guía por los principios de justicia y libertad. Los mismos principios que nos llevan a realizar múltiples acciones militares en las decenas de países donde los derechos humanos son ignorados y pisoteados diariamente. Sabiendo además, que lo hacemos sin más interés que el de construir un mundo más humano, ajenos a nuestras necesidades de materias primas, a las de la industria bélica o a la oportunidad que ofrece una guerra para reactivar una economía en declive o, simplemente, para encubrirlo.

Perdonen que dude de su manera de aprovecharse del trabajo de las personas mediante la amenaza de que pueden perderlo. Y comprendo que el que arriesga su dinero tiene derecho a recuperarlo con creces. En caso contrario, habría que ser un memo para hacerlo. El que se la juega tiene que recibir su recompensa. Para los demás es suficiente con que estén en condiciones de hacer su trabajo según se les ordene. Y para eso están los jefes, que son los que saben. Para decir cuándo y cómo hay que hacer las cosas. También ellos tienen que tener una recompensa por asumir tan elevada responsabilidad. Y si se equivocan y la lían parda, pues hay que comprender que se merecen un retiro digno que les relaje y libere de tanta tensión vivida.

Perdonen que dude de su manera de defender la libertad de expresión contando mentiras o verdades a medias. Claro, que la mayoría no somos capaces de comprender las complejidades de este mundo y a lo mejor pecamos de injustos al no reconocer sus esfuerzos por hacernos comprensibles las cosas que ocurren. Seguramente no estamos preparados para entender lo enrevesados, laberínticos y alambicados que son los acontecimientos que se producen diariamente. Gracias a que existen personas desinteresadas cuyo único fin es tenernos al corriente de lo que ocurre, podemos hacernos una idea cabal de la manera en que funciona este mundo. Esfuerzo que hay que reconocer de manera singular a las legiones de tertulianos que por su gran capacidad, no sólo nos informan, sino que también rellenan con una opinión sensata nuestras huecas cabezas.

Perdonen que dude de su manera de predicar el bien, prometiéndonos un más allá libre de todo sufrimiento. Y puede que tengan razón al advertirnos de que el Paraíso sólo se puede alcanzar si renunciamos ahora a las pocas cosas que nos hacen ser modestamente, humanamente, felices. Es verdad que no estamos dispuestos a renunciar a vivir la poca vida que tenemos de la manera en la que creemos, seguro que equivocadamente, que tenemos que vivirla. Somos tan torpes que no vemos lo efímero que resultan unos pocos años en comparación con la eternidad. Seguramente por eso, los predicadores viven en la renuncia permanente y están deseosos de que les llegue la muerte cuanto antes. Son todo un ejemplo que nuestra propia ceguera es incapaz de apreciar.

Perdonen que dude de su manera de gobernar democráticamente mediante nuestra participación demoscópica. Probablemente, es mejor dejar en manos de unos pocos representantes la gestión de los deseos y necesidades de unos pocos encuestados que representan a la mayoría. Así, sin matices, sin debates, sin deliberaciones, se simplifica el gobierno de nuestras complejas sociedades. Si aquellos que están interesados en decidir sobre los asuntos que les preocupan tuvieran la oportunidad de hacerlo, no terminaríamos nunca. Sería un auténtico carajal.

Perdonen que dude de su manera de defender unos principios en los que casi todos queremos creer. Perdonen que dude de esos principios. Perdonen que dude de los que no dudan. Perdonen que esté un poco cansado de tanto dudar.

domingo, 13 de marzo de 2011

Grandioso horror

Uno mira las imágenes del terremoto de Japón y no encuentra palabras para expresar el asombro que producen. Asombro inicial, que da paso al espanto provocado por los muertos, que probablemente acabarán siendo miles, los innumerables afectados, los millones de yenes en daños materiales y como remate del caos, por la crisis de seguridad nuclear.

En pocos meses, hemos asistido a dramáticos cataclismos naturales. Haití, Chile, Indonesia. La diferencia con Japón es que, posiblemente, las imágenes que vemos ahora nos parecen más reales y cercanas que las otras. Quizá, porque los barcos con el casco boca arriba, las desniveladas calles agrietadas, los coches amontonados unos encima de otros y los edificios anegados, destruidos o desplazados, podrían ser los de cualquiera de nuestras conocidas ciudades.

Y así, al ser un caos más familiar, el agua de la ola de diez metros de altura y quinientos kilómetros por hora, se acaba filtrando por debajo de la puerta de nuestras casas, tragándose en un momento la basura escondida bajo las alfombras.

Porque eso es lo que vemos en el terremoto japonés. El espanto que provoca observar la manera en que las ingobernables fuerzas telúricas, destruyen los juguetitos de nuestra desarrollada civilización como si fueran pajaritas de papel. Todo lo que parecía sólido y eficiente, símbolo de la superioridad de la especie, se desmorona en pocos minutos, mostrando la vulnerabilidad que nos negamos a reconocer y aceptar. El doblegamiento de la naturaleza, la seguridad por haber logrado su domesticación, se pone en evidencia ante la contemplación, casi hipnótica. de una incontrolable masa de agua marina entrando cinco kilómetros tierra adentro y arrasando todo lo que encuentra a su paso.

Es el cambio radical, imprevisible e incontrolable, de un mundo ordenado, estructurado y complaciente. Y en tanto que cambio radical, sugiere en nosotros esa atávica atracción para soltar el lastre de lo conocido y aventurarnos en un mar ignoto y brumoso.

Algo que ocurre con la actual crisis económica o los cambios en los países árabes. Cuando nadie lo sospechaba, cuando ninguno de los sesudos analistas, agencias de calificación, organismos internacionales, observadores imparciales o institutos de estudios estratégicos, imaginaban siquiera que se pudieran producir leves desviaciones en los rumbos trazados, llegó el tsunami arrasando lo que a unos y a otros tanto les había costado alcanzar después de años de planificación, manipulación o simple represión.

Sabemos cuándo comenzó la actual crisis económica, pero desconocemos en qué momento tocará fondo y sobre todo, ignoramos el brillo que tendrá ese nuevo sol que iluminará nuestras vidas cuando todo haya concluido. El catorce de enero comenzó en Túnez el despertar árabe, pero a la vista de los recientes acontecimientos de Libia y Marruecos, no resulta sencillo imaginar hasta dónde llegarán las esperanzas e ilusiones que están barriendo años de opresión y tradición.

Sin embargo, a diferencia de las imágenes del Norte africano o de Wall Street, cuando uno mira el terremoto de Japón no puede evitar sentir la humildad que provoca el grandioso horror de las titánicas fuerzas de un planeta, al que los seres humanos le resultamos absolutamente indiferentes.

Descansen los muertos en paz.

sábado, 5 de marzo de 2011

Mascarada

“La ironía es una especie de carnaval del lenguaje en donde se consienten irresponsabilidades y licencias que en tiempo normal estarían prohibidas”. Quien escribe lo anterior no es otro que Antonio Valdecantos, en su espléndido ensayo La moral como anomalía. La ironía, resume el autor, sería una especie de herramienta que nos permite suspender temporalmente nuestra responsabilidad sobre lo que decimos. De alguna manera, es una forma, seguramente más cobarde que valiente, creo yo, de poder decir lo que no nos atrevemos a decir abiertamente.
Las máscaras y antifaces de estos días de don Carnal, también nos permiten hacer lo que el resto del año creíamos banal. Aunque igual que la ironía, la mascarada no es un engaño, una mentira, los que la practican, lo hacen a sabiendas de la gracia que le encuentran quienes las admiran.
El disfraz hace del médico, enfermera, del ateo, cura, del ladrón, policía, de la virtuosa, puta. Y una brizna de sarcasmo arranca por unos días la risa del populacho, y el enfado del señorío, que ya se divierte el resto del año y no gusta de tanto vocerío. Y no sólo es el disfraz el que pone en solfa la moral, del latín mores, costumbre, aunque a mi se me antoja más cercano al morado de cardenal. Es sobre todo lo lúbrico lo que eleva la moral, la otra, la del público. 
En todo caso, frente a la mentira, la mascarada es chuchería, y no engaña al respetable, sólo le anima, como en la magia, sin complicidad no hay maravilla. La mentira no, es pura hechicería, con embustes y patrañas quiere mantener a raya a quienes ponen en cuestión los valores que dominan, mientras por debajo, hace lo que le viene en gana, por eso es hipocresía. Vive de la apariencia, sin ponerse en evidencia.
Pero bueno, bien está que el Carnaval sea corto, como este blog, porque si la gente le coge el gusto, más de uno se llevaría un susto. Mejor así, el Carnaval cobarde, que amaga, pero ahí se queda, en una farra y después a lo de siempre, que somos gente seria y decente.

sábado, 26 de febrero de 2011

Muros

En estos días de aniversarios, hay otro que se producirá el lunes veintiocho. En ese día de febrero de hace treinta y cinco años, el último representante español abandonó el territorio en el que Diego García de Herrera, señor de Lanzarote, construyera en 1476 el fuerte de Santa Cruz de la Mar Pequeña, comenzando así la colonización del Sahara Occidental.
Durante estos años transcurridos desde 1976, buena parte de la población saharaui se ha visto obligada a vivir en una tierra que no es la suya. Su deseo de retornar se ha visto impedido por la fuerza del ejército marroquí, la pasividad de la comunidad internacional y la dificultad para hacerse oír de un pueblo tan numeroso como alguno de los distritos de Madrid.
Y porque existe un muro con una longitud de casi tres mil kilómetros. Más o menos la tercera parte de la Muralla China. Demasiado muro para tan poca gente.
Cerca de donde vivo hay un parque, el de Berlín, que expone a modo de escultura un segmento del muro que dividió durante veintiocho años la ciudad del mismo nombre que el parque. O al revés. Cayó en noviembre de 1989, nueve años después de que comenzara a erigirse el del Sahara.
Muros en Cisjordania, Melilla, Ceuta, Corea, Chechenia, México y en otros muchos lugares de esta aldea supuestamente global. Miles de kilómetros de barreras, cientos de guardianes para vigilarlas y demasiados intereses que defender. Aunque para muchos, reconocer que lo que se defiende son eso, intereses, resulta tan indigesto que necesitan de otros argumentos para digerirlo. Gran invento para ellos el de la identidad.
Aproximadamente el diez por ciento de los habitantes de este país no son españoles. Trabajan como los españoles, les gusta divertirse, como a los españoles, sueñan, como hacen los españoles… pero no tienen los mismos derechos que los españoles, porque no lo son.
Más o menos la mitad de la población de este país no son hombres. Trabajan como los hombres, o más, les gusta divertirse, como a los hombres, sueñan, igual que los hombres… pero ganan un doce por ciento menos, por el hecho de ser mujeres.
Podría seguir.
Los muros son algo más que muros. Son la metáfora con la que se construyen esas otras barreras invisibles, a veces sutiles, que nos ayudan a preservar el zoológico de las identidades.
Hong Guang Yu Gao, primer ciudadano chino en ocupar un sillón de vocal en una Cámara de Comercio española, cuenta que al llegar a este país todos le parecíamos iguales y que tan sólo era capaz de distinguir a los hombres de las mujeres, y a los calvos. Qué frágil esta identidad personal con la que nos miramos al espejo cada mañana, queriendo imaginar que somos tan diferentes de los demás.
Es precisamente ahí donde se cimientan los muros. Es ahí, en esa conciencia de ser distintos, donde nace la excusa para apropiarnos de las cosas que rellenan nuestra propia vacuidad. Y mientras deglutimos el pescado capturado en el rico banco sahariano, o habría que decir expoliado, salvamos nuestra conciencia cargando a los Gobiernos con la culpa de haberlo permitido.
Los muros caerán cuando nuestra identidad deje de elevarse sobre la apropiación de lo común. Cuando no sea otra cosa que un carné, el color de nuestros ojos, el timbre de nuestra voz o los poemas que escribimos para regalar.
Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. Tópico, aunque sugerente…

sábado, 19 de febrero de 2011

Huasca

De entre todos los sinónimos quizá sea, por onomatopéyica, la palabra que mejor describe el objeto que nombra. De origen quechua, huasca define la rama que sirve para azotar. Ya no, ahora describe la acción de corregir mediante el castigo físico las conductas de los niños indómitos. O eso era lo que me contaba hace poco una madre boliviana, cuando intentaba explicarle que en este país no se permite la huasca, ni la colleja, ni el bofetón. Le costaba admitirlo, aunque sabía íntimamente que no le quedaba más remedio que renunciar a esas prácticas ancestrales si no quería tener problemas.
Y mientras ella me hablaba de la huasca y de su utilidad, algunos recuerdos de mi propia vida me provocaron un escozor en la piel. Los reglazos en la palma de la mano propinados por el maestro, el puñetazo en la cara al pelear por una canica americana, el bofetón de mi padre, uno solo en toda su vida, o la colección de golpes regalados por los esmerados policías de la Brigada Político Social durante un interrogatorio.
Aunque bien mirado, creo que soy un privilegiado porque, a pesar de todo, no puedo decir que mi vida haya estado marcada por el castigo físico, como lo estuvo la de los congoleños corregidos a chicotazos, que describe Vargas Llosa en su reciente novela, haciéndose eco de lo que ya denunció Conrad muchos años atrás.
Soy, somos afortunados de vivir en un tiempo y un lugar en el que el miedo al daño físico no forma parte del repertorio de temores cotidianos de la mayoría. Ahora se utilizan otras huascas, quizá más sutiles, sofisticadas y demoledoras, para hacernos entrar por el aro.
Escucho a Roberto Verino decir en las noticias, que sus vestidos proporcionan seguridad a la mujer. No quiero utilizar el truco fácil de sacar unas palabras de contexto, pero la verdad es que dan que pensar. Vamos, creo yo, porque lo que se quiere decir es que nuestra estima depende sobre todo de los demás y de la valoración que hagan de lo más superficial, nunca mejor dicho, de nosotros mismos.
Ya no es el miedo a la colleja, es el pánico al rechazo social. Al parecer, se están dando casos de ataques de ansiedad, de momento sólo entre adolescentes, al no poder responder de manera inmediata a la infinidad de mensajes que reciben a través de las redes sociales. En serio.
Pudiera ser que esa necesidad cromañona de sentirnos miembros de la manada, esté detrás de la falta de pensamientos alternativos al modelo de sociedad. Cuesta creer que la Historia se haya detenido, aunque lo cierto es que se mire donde se mire, el horizonte es el mismo, o muy parecido. Claro que quienes se encargan de mostrarnos ese horizonte a través del papel, de las pantallas, o de los altavoces, también son los mismos, o muy parecidos. Al menos, en este país.
Seguramente, ese mundo inevitable que nos pintan no vaya más allá de ser un simple señuelo, una realidad virtual que, tarde o temprano, acabe por desvanecerse igual que la arena de la playa se nos escapa de las manos cuando intentamos retenerla. Lo estamos viendo en algunos países árabes y quizá lo lleguemos a ver también en nuestras acomodadas sociedades, tal y como prevé José Félix Tezanos en un reciente artículo de la revista Sistema.
Y si eso ocurre algún día, si la violencia machista o el acoso escolar pasan a ser un vago recuerdo de los vestigios de brutalidad que todavía vivimos, sobrepasados ampliamente por una violencia social más o menos organizada, no será extraño que surjan entonces de entre nosotros, hombres de orden con o sin tricornio, que pretendan, a base de huascas, poner nuevamente las cosas en el lugar del que nunca debieron haberse movido.
Posiblemente, la única manera de evitar que ese horizonte hostil se convierta en una realidad, sea construir un mundo en el que la Justicia, con mayúscula, nutra el torrente de valores que recorren nuestras venas.
Por cierto, que también fue un 23 de febrero cuando un ministro tuvo que dimitir porque, seguramente, se empeñó demasiado en alcanzar ese bello sueño de un mundo poblado por hombres justos. Me consta.

sábado, 12 de febrero de 2011

Las mil caras de San Valentín

Se miran, se besan y uno observa, un tanto sorprendido, lo extraordinario que resulta que dos seres humanos puedan sentir esas emociones tan complejas y enloquecedoras. Y también uno se pregunta si eso que está contemplando es algo que siempre se ha sentido de la misma manera, o si se siente lo mismo a lo largo de la vida, o incluso, si lo que están sintiendo cada uno de los dos enamorados que tiene frente a sí, es algo similar o parecido.
Lo mejor sería no hacerse ninguna de esas preguntas y desearles a ellos dos y a tantos otros que están en su misma situación, que aprovechen la ocasión y disfruten del momento. Sin embargo, no resulta fácil renunciar al intento de conocer mejor una de las emociones más humanas y más turbadoras. Aunque sólo sea porque nos animan a ello una vez al año.
No se trata del amor al prójimo, ni del amor paterno-filial, ni del amor al trabajo, ni de todos esos otros amores que nos acompañan sin que alteren nuestra previsible vida. Se trata del amor entre dos personas, capaz de hacer saltar por los aires convicciones, principios y certezas.
Y una primera interrogante es saber por qué afecta sólo a dos personas, provocando que el resto de la humanidad pase a ocupar para ellos dos, un lugar subalterno. No tengo la respuesta, pero en todo caso, me parece una limitación por la que deberíamos reclamar a quien corresponda. Sería hermoso compartir esos sentimientos con tres o cuatro personas o, por qué no, con la humanidad entera. De esa manera, viviríamos en un mundo mucho mejor, creo yo. Pero hasta que alguien lo arregle, nos conformaremos con amar a una sola persona. Que no es poco.
Una segunda interrogante es intentar comprender por qué ese sentimiento es tan intenso, que hace que el más cuerdo pierda la razón y el más curtido se desmadeje. La lista de afectados se cuenta por centenares de millares a lo largo de la Historia. Tampoco tengo la respuesta para esta pregunta, aunque sí conozco algunas de las que han dado los entendidos en el tema.
Enajenación mental transitoria, o no tan transitoria, es la manera con la que los más sesudos han definido el fenómeno. Y no sé si la explicación será cierta, pero es verdad que más de uno ha terminado por esta causa con los huesos en el frenopático.
Lo del gen egoísta es más prosaico, aunque también más tranquilizador, porque sintetiza el amor en un impulso sexual que, al fin y al cabo, pretende la perpetuación de la especie a costa de lo que sea y por encima de cualquier obstáculo que se interponga. Lo que significa que, más que perder la cabeza, lo que perdemos es el control de nuestra vida que pasaría a manos de una sola de nuestras células. Con la de millones que tenemos.
Más inquietantes empiezan a resultar algunos de los descubrimientos de la neurociencia. Como uno de los más recientes, en el que los investigadores han evidenciado que las estructuras cerebrales implicadas en el comportamiento agresivo, son las mismas que controlan el comportamiento sexual. De ser cierto, se podrían empezar a explicar algunas cosas. Aunque hay que ser prudentes porque los estudios se han realizado con ratas y, aparte del gusto por el queso, parece arriesgado pensar que puedan existir muchas otras similitudes.
O quizá no. Quién sabe. Porque es verdad que me ha parecido ver esta mañana un poco alborotados a los búhos, perdices y conejos con los que me he cruzado en mi marcha campestre casi primaveral. A lo mejor también ellos se transforman y pierden el rumbo cuando un congénere les mira con ojos brillantemente iluminados.
En fin, muchas preguntas sobre el amor y pocas respuestas. Sobre el desamor, habrá que esperar a que se le ocurra a alguien fijar una fecha para celebrarlo. Todo se andará y si no, al tiempo.

sábado, 5 de febrero de 2011

Dios

Sólo escribir su nombre provoca cierta zozobra y congoja. Al menos a mí. Quizá sea porque diez años de educación entre sotanas, en esa primera etapa de la vida en que la mente y el corazón todavía no están corrompidos por el escepticismo, acaban por dejar una marca indeleble en lo más profundo de la conciencia.
Conozco creyentes que viven con un Dios festivo y amable, que les escucha y apoya incondicionalmente en los momentos difíciles, como lo haría un buen amigo. Sin embargo, el Dios que yo conocí era un padre severo dispuesto a castigar en cualquier momento con gritos atronadores, la más ingenua de las debilidades infantiles. Es verdad que también llegué a verle predicando entre jóvenes de pelo largo y guirnaldas de flores al cuello, que cantaban al son de acordes de guitarra californianos. Pero para entonces, hacía ya unos años que había decidido posponer para más adelante mis tormentosas reflexiones sobre la suprema omnipresencia.
Vano empeño, porque aunque no lo quisiera reconocer, estuve entretenido durante mucho tiempo, y quizá todavía lo esté, sacudiéndome el legado más valioso de esa herencia aceptada sin beneficio de inventario. El miedo.
Y cuando después de muchos tropezones, consigues no amedrentarte demasiado y darte un poco de aire, aparece la hija del miedo, o hijastra, no sé muy bien. La culpa.
Entonces es cuando sientes cierto vértigo, al darte cuenta de que quizá no tengas vida suficiente para desembarazarte de esa pareja celestial que, sin haberlo elegido, te viene acompañando desde la pila bautismal.
Alguien dirá que el miedo y la culpa son condiciones necesarias para la libertad, aunque yo no lo creo. Más bien, al contrario. Y si pretendemos navegar hacia la libertad, manías que tiene la gente, habría que empezar por dudar de los mapas en los que para llegar a destino, sólo hay un rumbo. La fe.
Este sábado se ha celebrado en el Ateneo de Madrid, la VII Jornada Anual de Europa Laica (http://www.laicismo.org/europa_laica). La ponencia de la profesora de Derecho Constitucional, Ana M.ª Valero, en torno a la libertad de conciencia en los menores, abordaba entre otros polémicos asuntos el de la enseñanza de la Religión en la escuela. La conclusión, después de escuchar sus finos y sofisticados argumentos jurídicos y doctrinales, es que bastaría con que existiera la voluntad política necesaria, para conseguir que nuestros hijos aprendieran el dogma de los dogmas, extramuros de la institución que pretende cultivar en ellos el antídoto del miedo. La crítica.
Aunque la verdad es que, en esta sociedad descreída, resulta cada vez más difícil inculcar y mantener los viejos dogmas. Desde luego, en lo que se refiere a los grandes proyectos políticos surgidos del siglo XIX, apenas queda ya un rastro de polvo. Y algo similar parece ocurrir, al menos en Occidente y por lo que estamos viendo últimamente, quizá también en Oriente, con esa fe milenaria capaz hasta hace no mucho tiempo, de reproducir periódicamente el sacrificio primigenio en seres de carne y hueso, como los monjes de la película de Xavier Beauvois, De dioses y hombres.
Quizá sea por esa dificultad, por lo que se está ensayando una alternativa al clásico discurso del miedo, sustituyéndolo por otro más práctico y terrenal como el de Monseñor Martínez Camino, secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal Española, cuando nos advierte estos días de que el matrimonio civil es más leve que un contrato de telefonía móvil. Aunque en el fondo, razón no le falta, porque según me han contado, parece que hay algunos contratos de permanencia que se prolongan más allá de la vida del cliente.
Pecaría de injusto si no reconociera la labor que muchos hombres y mujeres de fe desempeñan día a día ayudando al prójimo de diferentes maneras y en los lugares más inverosímiles. Aunque ellos son al clero lo que, a juicio de algunos, el clero es a Dios.
Y es que, igual que hay quien dice eso de que es juancarlista pero no monárquico, los hay también que se despachan con aquello de que ellos creen en Dios, pero no en los curas. Si al final va a resultar que no es tan difícil convivir en una sociedad laica y que cada uno ocupe el lugar que le corresponde. Reddite ergo quae sunt Caesaris Caesari, et quae sunt Dei Deo.

domingo, 30 de enero de 2011

Memoria... Histórica

El neuropsicólogo ruso Alexander R. Luria, describió de manera entrañable  en su opúsculo “Pequeño libro de una gran memoria”, el sufrimiento de un hombre incapaz de olvidar los más nimios detalles de su vida. Todo lo ocurrido, sentido y vivido, estaba permanentemente presente de un modo u otro. Lo que para algunos sería motivo de sana envidia, sobre todo para los estudiantes y opositores, para el paciente del neuropsicólogo ruso se convirtió en una auténtica tortura cotidiana.
Los que vamos teniendo cierta edad, nos conformaríamos con recordar dónde demonios hemos dejado las llaves o cuál era la maldita contraseña para acceder a nuestro correo electrónico. Día a día vamos notando cómo nuestra memoria comienza a tener lagunas, sobre todo cuando necesitamos a veces unos segundos para recordar el nombre de la persona que lleva trabajando a nuestro lado varios años. Y sabemos que lo que viene no va a mejorar la situación. Hemos visto de cerca a nuestros seres queridos perder cualquier sentido de identidad, incapaces de reconocer como tales a sus familiares más cercanos. Por eso sospechamos que nuestro futuro no va a ser muy diferente al de ellos.
La tendencia, a veces algo compulsiva, de fotografiar o grabar en vídeo los acontecimientos de la vida cotidiana, quizá no sea otra cosa que intentar preservar los recuerdos que sabemos de antemano condenados al olvido. Posiblemente, con la misma finalidad guardamos en trasteros y armarios objetos de todo tipo, con la esperanza de que nos ayuden a recuperar en algún momento el tiempo perdido ya para siempre.
Nos cuesta desprendernos de los momentos felices y posiblemente por eso mismo, nos convertimos en aprendices de Diógenes acumulando cachivaches variopintos, que al final terminan por cubrirse de polvo sin que nadie se ocupe de darles un aire.
Por el contrario, la mayoría intentamos desprendernos lo antes posible de los recuerdos amargos. Es cierto que en algunas ocasiones nos regodeamos dejándonos sucumbir en la melancolía, pero salvo los nostálgicos por naturaleza, casi todos nosotros evitamos hacer concesiones a una memoria que se nos presenta en ocasiones con un tono amenazante.
Algo así les debe ocurrir a los que participaron, directamente o por herencia familiar, en el sostenimiento de la dictadura franquista. Íntimamente conscientes de lo injustificable de ese régimen, pretenden negar lo sucedido y evitar de ese modo cualquier atisbo de inquietante culpabilidad. Como si no hubiera pasado nada, intentan convencerse y convencer a los demás, de que lo ocurrido no tuvo lugar o, en los casos más recalcitrantes, de que el pasado resultó al fin, un glorioso periodo de la historia colectiva.
Lamentablemente para ellos, los supervivientes de sus hazañas o los familiares de los que hace mucho tiempo que ya no están aquí para contarlo, han comenzado a desempolvar los recuerdos de lo que nunca debió ocurrir. No creo que su actitud se deba tanto a la necesidad de revivir el sufrimiento padecido, como a la esperanza de que el reconocimiento público sea capaz de transformar esos recuerdos tenebrosos, en algo sobre lo que ellos, las víctimas, no tuvieron culpa alguna. Y de esa manera, poder guardarlos definitivamente en los armarios, hasta que el polvo los termine de sepultar para siempre.      

sábado, 22 de enero de 2011

La vida con GPS

Sentado sobre su grupa en la gélida mañana de enero, observaba las puntiagudas orejas de Alba, imaginando que servían de antenas a través de las cuales recibía las instrucciones precisas de los satélites para no errar en nuestra ruta entre los campos de viñedos. Sin embargo, toda la sofisticación tecnológica de la yegua ha consistido en ir mirando u olisqueando, no sé muy bien, los cuartos traseros de Sultán, el caballo que la precedía. Simplemente, seguía los pasos de la bestia que trotaba delante de ella, eso sí, sin permitir que se le colara Canela, la potrilla que iba detrás aprendiendo ya el lugar que le corresponde a cada uno en el mundo.

Si hubiera hecho como Alba, o al menos hubiera tenido un GPS, me habría evitado terminar media hora después, casi en el punto de partida del que había salido cuarenta kilómetros antes en busca de un lugar para comer. Aunque también es verdad que no hubiera encontrado por casualidad el restaurante El Molino, en Nalda, a través de cuyas cristaleras se adivina el río Iregua. De lo que no llego a estar seguro es de que el GPS no hubiera sucumbido al galimatías de la circunvalación de Logroño. Bueno, supongo que es el mismo que el de cualquier otra ciudad. Me da miedo quedar atrapado en una circunvalación y es que estuvo a punto de ocurrirme una vez en Málaga, aunque al final conseguí escapar, por los pelos.
He de admitir que la tecnología del GPS me parece sorprendente. Y más aún  me lo parecería si no hubiera visto en una ocasión, cómo el conductor del autobús que me llevaba de excursión, haciendo caso omiso de las indicaciones del artilugio, por intuición o por experiencia, terminó su trayecto, sin vacilar, en el punto de destino. Así son las cosas.
Los mapas son menos exactos. Lo que está pintado en un papel se parece poco a la realidad, aunque alguna idea nos da sobre la manera de llegar. Y las estrellas del cielo sólo trazan el camino de manera grosera, aunque quizá sea suficiente para navegar por caminos de límites difusos como el mar o el desierto.
Escribe Miguel Ángel Ropero, que expone sus cuadros hasta finales de enero en el centro Amós Salvador, de Logroño, que habría tres tipos de pintores. Los que después de abrir la puerta de la primera estancia situada en un largo corredor, se quedan en ella fascinados para siempre. Otros, que apenas se asoman a la estancia, vuelven al pasillo en busca de la que suponen que les está destinada. Y finalmente, aquellos otros que permanecen en la estancia recién abierta el tiempo preciso para disfrutar con lo que les muestra, pero que una vez interiorizado, sienten la pulsión irrefrenable de abandonar la habitación y seguir asomándose a otra, y otra, y otra, hasta que el corredor, la vida, llega a su fin.
Quizá no sólo haya tres tipos de pintores, sino también de personas. Los que creen tener muy claro cuál es su destino y el de los demás. Otros que sospechan que el destino es un lugar incierto aunque imaginable. Y finalmente, los que viven sabiendo que el destino lo compone cada una de las etapas en las que se detiene en su caminar.
Los primeros, necesitan desde luego de algo tan preciso y exacto como un GPS. A los segundos, les basta con la incertidumbre de un mapa Michelín. Y para los terceros, los nómadas del desierto, está reservada la grandiosidad de una noche estrellada.
He leído hace poco que se va a utilizar la voz de actores conocidos para que los GPS orienten a los desorientados. Debe ser una buena idea comercial y, con todo respeto, creo que deberían incorporar también la voz de Aznar. Después de verle en la convención popular celebrada este fin de semana en Sevilla, no tengo ninguna duda de que es de los que conocen de antemano cuál es su destino y, si me apuran, el de la humanidad. Es, sin duda, el genuino GPS del Partido Popular. No sólo sabe cómo llegar, sino que además sabe a dónde y cuándo hay que llegar.
Por cierto, que también debía llevar un buen GPS la cañonera de Corea del Sur que ha liberado un barco de ese país secuestrado por piratas somalíes, al precio de no dejar vivo a ninguno de ellos. También sabían los surcoreanos cómo y a dónde había que ir, aunque haya sido a miles de kilómetros de sus aguas. Debe ser la globalización.
Y es que hay ocasiones en que seguramente sea mejor estar un poco perdido, sin saber muy bien dónde está el destino, ni cómo llegar a él. Guiándonos por las estrellas y releyendo a Kavafis bajo su luz, al tiempo que saboreamos una copa de buen vino. De Rioja, ya que estamos.
Ten siempre a Itaca en tu mente
Llegar allí es tu destino
Mas no apresures nunca el viaje
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla
No has de esperar que Ítaca te enriquezca
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje
Sin ella, jamás habrías partido.

domingo, 16 de enero de 2011

Alma africana

Me preocupan los actos de violencia política que estamos conociendo estos últimos días. Y no tanto por la violencia en sí misma, que también, como por el hecho de que esa violencia sea protagonizada por individuos aparentemente desvinculados de cualquier grupo organizado.

Jared Lee Loughner, ha asesinado en Estados Unidos a seis personas, hiriendo gravemente a otras catorce entre las que se encuentra la congresista demócrata Gabrielle Giffords.

Salvando las distancias, tres individuos todavía sin identificar, acaban de agredir gravemente al consejero de Cultura y Turismo de la Región de Murcia, Pedro Alberto Cruz, a las puertas de su casa.

Y aunque de características diferentes, los disturbios provocados por turbas de jóvenes desorganizados que al parecer han encontrado la cohesión de sus acciones a través de Internet, han provocado la huída a Arabia Saudí del hasta hace pocos días Presidente tunecino, Zine el Abidine Ben Alí.

Por el contrario, nuestra organización terrorista con mayor solera, ha anunciado esta misma semana su intención de abandonar la violencia, aunque el anuncio no haya provocado el entusiasmo de casi nadie.

Todavía es pronto para llegar a ninguna conclusión, aunque da la impresión de que al malestar social agudizado últimamente por la crisis económica, se suma ahora el descreimiento generalizado en las organizaciones de distinto pelaje en las que, supuestamente, deberían confluir el sumatorio de los intereses individuales.

Si cada vez son menos los que confían de una Iglesia que propugna la castidad mientras abusa de niños, de un Gobierno que actúa al dictado de los mercados, o de unos partidos políticos descompuestos por la corrupción, no es de extrañar que se desconfíe también de las organizaciones violentas en las que el papel de los activistas se limita a obedecer y matar, sin saber al final muy bien el por qué y el para qué.

A pesar de todo y para bien de todos, una inmensa mayoría de ciudadanos contienen su desesperanza gracias a la virtud de la paciencia, al temor de perder lo poco que tienen, a la distracción con los señuelos ofrecidos a modo de divertimento, o simplemente, a la esperanza en la llegada mítica de algún salvador que les ofrezca un futuro lleno de gracia.

Caminando ayer por la calle, me crucé con uno de esos africanos que ofrecen un paquete de pañuelos a cambio de unas monedas para sobrevivir. Y mirándole, me entretuve calculando el número de veces que tendría que hacer en un día ese mismo gesto y el beneficio económico que le supondría su esfuerzo. Comparándolo con el que me supone vivir a mí, me sorprende que en lugar de vender pañuelos, no se dedique a proporcionarnos cicuta. Aunque claro, bien pensado y como dicen muchos, a pesar de todo el africano vive mucho mejor aquí que en su propio país. Por eso se le ve tan sonriente.

Algún analista sostiene que los sucesos de Túnez se han producido por la ausencia de un sistema democrático que permita la expresión de las demandas de sus ciudadanos. Y seguramente es cierto, pero entonces tendremos que buscar otras explicaciones para comprender lo que ha ocurrido en Tucson y en Murcia, por poner sólo dos ejemplos.

A mí, desde luego, se me escapa la respuesta, aunque supongo que tendrá que ver con la mezcla explosiva, y nunca mejor dicho, del descreimiento, el individualismo y la frustración. Y si fuera así, o nos ponemos manos a la obra para encauzar colectiva y pacíficamente el descontento, o va a llegar el día en que el africano va a cambiar el paquete de pañuelos por algo mucho más amenazante.

Ah, por cierto, que también creo que éste guante sólo lo puede recoger la izquierda. Si es que todavía queda alguna.

domingo, 9 de enero de 2011

After You’ve Gone

Me gusta el juego de las casualidades y las coincidencias. En los últimos meses del pasado año, después de sopesar distintos encabezamientos, finalmente encontré un titulo que me gustó para este blog. Sin embargo, “En Tránsito” ha permanecido inactivo hasta hoy. Quizás estos primeros días de enero, que suponen el nacimiento de un nuevo año aunque sin habernos desprendido todavía del anterior, me han parecido una buena ocasión para llenar de contenido el blog y darle así cierto sentido a su título.

Resulta que navegando estos días por la red y por la memoria, he encontrado que “En Tránsito” fue el título de un LP de Serrat, del año 1981, de canciones inolvidables. Y casualidades y coincidencias, en ese mismo año unos militares intentaron cambiar el rumbo del tránsito en el que andaba metido por entonces este país. Dentro de nada, hará treinta años de todo aquello. Parece una eternidad y seguramente por eso muchos ya no tienen o no quieren tener memoria de lo que pasó. Para refrescársela, Javier Cercas ha escrito “Anatomía de un instante”, un ameno, documentado y sugerente ensayo en forma de crónica, o crónica en forma de ensayo, en el que describe lo que supimos y lo que supusimos. Un libro que quizá comenzó a escribir, según confiesa el propio autor, para seguir hablando con un padre que falleció el mismo día en el que Suárez hizo su última aparición pública.

Y es que los padres y las madres se nos mueren. No sé si es un tránsito para ellos, aunque sí creo que lo es para los que nos quedamos. Lo viví con la pérdida de mi padre hace más de dieciséis años y lo he vuelto a vivir en febrero de este año que acaba de terminar, con la muerte de mi madre y nueve meses después, un seis de noviembre, mi cumpleaños, con la repentina pérdida de mi suegra.

El 15 de septiembre de 2008, Lheman Brothers anunció la presentación de quiebra, estableciendo con ello lo que algunos, como el profesor Niño Becerra, entenderían como el principio del fin. Algo más de dos años después de aquello, la situación no es nada halagüeña. Crece el paro, crece el desánimo y crece el desconcierto que, como dijo el otro día en la radio el ex-presidente del Congreso de los Diputados, Manuel Marín, es el paso previo al gran cabreo. Sea lo que sea lo que termine pasando, lo que sí parece cierto es que si hay algo que caracteriza nuestro momento actual, eso es sin duda el tránsito entre lo que no acaba de morir y lo que no termina de nacer.

Es una época en la que escasean las certezas. El otro día escuchaba a alguien decir que no creería en ninguna verdad de la que no pudiera dudar. Y seguramente está en lo cierto. El riesgo está en que ese terreno vacío de convicciones, acabe siendo invadido por los iluminados que suelen aparecer en cada ocasión en que la Historia nos regala con un nuevo capítulo. Tendremos que estar alerta.

Mientras escribo, y gracias a la gratuidad generosa de Spotify, estoy escuchando “After You’ve Gone” en el clarinete de Benny Goodman. Y es que hay tránsitos y tránsitos…

¿Y qué hago aquí escribiendo en este blog, imaginando que alguien va a tener la paciencia de leerlo? Quizá la razón sea porque disfruté con el anterior. “Cosas de Niños” tuvo una efímera vida de catorce artículos publicados entre septiembre y diciembre de 2008, que tuve que interrumpir bruscamente a causa de mi también repentina y efímera incorporación a la  actividad política. Después han pasado muchas cosas, pero como diría Sir John Falstaff, encarnado por Orson Welles en  “Campanadas a Medianoche”, amigos míos… esa es otra historia.

En El País Semanal del pasado dos de enero, y a la pregunta que se hacía a varios autores sobre cuáles eran sus razones para escribir, Juan José Millás respondía que eran las mismas razones por las que leía, porque no se encuentra bien. Pues va a ser eso. Y es que estar en tránsito resulta muy estimulante, pero hay momentos en que si uno no escribiera… que hay mucho loco suelto. Y si no, miren lo que ha pasado en Tucson, Arizona.    

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