domingo, 13 de mayo de 2012

Radicales


Pasado mañana se cumplirá un año desde que nos manifestamos para protestar por un estado de cosas que reclamaba a gritos un cambio profundo en nuestra manera de organizarnos política y socialmente. Fue tan sólo hace doce meses, aunque uno tiene la sensación de que ocurrió hace bastante tiempo más, ante la arrolladora sucesión de acontecimientos que se han venido produciendo desde entonces.

En la tarde de ayer, la Puerta del Sol se fue ocupando paulatinamente por miles de ciudadanos y ciudadanas que venían a poner de manifiesto que, lejos de haber desaparecido, el movimiento 15-M sigue todavía muy presente en sus conciencias. Quizá, y se trata tan sólo de una apreciación personal, la mayor diferencia con relación al año pasado ha sido que la multitud de ayer era abrumadoramente joven.

Prácticamente ausente la generación perdida de los que nacieron en los años sesenta sin haber tenido tiempo de conocer el significado de una dictadura, las calles estaban ocupadas ayer tarde por los más veteranos del lugar, los que todavía mantienen viva la llama del cambio social, y por unos jóvenes que viven con la desesperanza del futuro que les espera.

Muchos podrán pensar que a la mayoría de los que estábamos allí no nos movía otra razón más que la de reclamar unas monedas con las que poder vivir dignamente. Y seguramente no les faltará razón, ante la perspectiva para unos de una pensión de jubilación menguada hasta los límites de la mera subsistencia y la inexistencia de un salario que les permita soñar a los otros con un proyecto de vida que merezca la pena.

Eso era al menos lo que comentaba anoche un contertulio de rancios planteamientos conservadores, en una cadena de televisión que estaba siguiendo al minuto el desarrollo de la concentración en la Puerta del Sol. En su opinión, todos esos jóvenes que ahora protestan, renegarán de su pasado en el momento en que remontemos la crisis y pasen a ser una pieza más del sistema que ahora ponen en cuestión. Lo que no dijo el contertulio fue el tiempo que tiene que transcurrir para que tal cosa ocurra.

Y lo que tampoco dijo fue que, a diferencia de los jóvenes de mayo del 68 que según él cambiaron los adoquines por los 4x4 y la casita unifamiliar, las jóvenes generaciones de hoy no parecen tener un especial interés en dedicar su vida a conseguir un catálogo de objetos prescindibles, gracias a que han tenido la oportunidad de comprobar en sus padres que, lejos de hacerles esos cachivaches mejores personas, les han inoculado el virus de la codicia que, al final, ha sido la razón que nos ha llevado al lugar en el que nos encontramos ahora.

Los eslóganes escritos en las pequeñas pancartas que portaban en sus manos los concentrados de ayer, y los comentarios que se podían escuchar en los corrillos, no reclamaban una mejora de su situación particular, sino una transformación en la manera de vivir colectiva cuyo alcance iba más allá de la mera compensación monetaria individual.

Todavía es pronto para mirar con perspectiva la profunda transformación en la que estamos inmersos, pero todo apunta a que el personal está más que harto de una moral social y personal en la que todo sirve si es para salvarse uno mismo. Los valores que han venido sustentando desde hace décadas este rampante individualismo suicida, están evacuándose con rapidez por el sumidero de la Historia.

No sé si se puede hablar de una naturaleza humana como si de un programa preinstalado genéticamente se tratara, que pienso más bien que no, pero si hay algo que nos diferencia como personas no es otra cosa que la necesidad de valorar nuestros comportamientos y el de los demás, de acuerdo con el código moral vigente en cada momento. Y el de ahora, se está diluyendo sin remisión.

El movimiento 15-M se nos presenta como una ilusionante opción con la que sustituir los valores en declive, aunque también es cierto que se enfrenta con el miedo de esa gente capaz de apoyar unas alternativas que nos prometen seguridad y orden, a cambio de entregarles en bandeja nuestra libertad. Los resultados electorales de Grecia y Francia lo han puesto de manifiesto.

Ser radical en este momento de nuestra historia significa renunciar al conformismo y la pasividad, negar que la realidad que impera sea incuestionable, entender que cada vez tenemos menos que perder, asumir el riesgo del cambio, transformar los sueños en proyectos, luchar una vez más por la libertad, la justicia y la igualdad para decir con la cabeza bien alta que somos seres humanos. El mundo puede cambiar, pero no va a cambiar solo.

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