Pasado
mañana se cumplirá un año desde que nos manifestamos para protestar por un
estado de cosas que reclamaba a gritos un cambio profundo en nuestra manera de
organizarnos política y socialmente. Fue tan sólo hace doce meses, aunque uno
tiene la sensación de que ocurrió hace bastante tiempo más, ante la arrolladora
sucesión de acontecimientos que se han venido produciendo desde entonces.
En
la tarde de ayer, la Puerta del Sol se fue ocupando paulatinamente por miles de
ciudadanos y ciudadanas que venían a poner de manifiesto que, lejos de haber
desaparecido, el movimiento 15-M sigue todavía muy presente en sus conciencias.
Quizá, y se trata tan sólo de una apreciación personal, la mayor diferencia con
relación al año pasado ha sido que la multitud de ayer era abrumadoramente
joven.
Prácticamente
ausente la generación perdida de los que nacieron en los años sesenta sin haber
tenido tiempo de conocer el significado de una dictadura, las calles estaban
ocupadas ayer tarde por los más veteranos del lugar, los que todavía mantienen
viva la llama del cambio social, y por unos jóvenes que viven con la
desesperanza del futuro que les espera.
Muchos
podrán pensar que a la mayoría de los que estábamos allí no nos movía otra
razón más que la de reclamar unas monedas con las que poder vivir dignamente. Y
seguramente no les faltará razón, ante la perspectiva para unos de una pensión
de jubilación menguada hasta los límites de la mera subsistencia y la
inexistencia de un salario que les permita soñar a los otros con un proyecto de
vida que merezca la pena.
Eso
era al menos lo que comentaba anoche un contertulio de rancios planteamientos
conservadores, en una cadena de televisión que estaba siguiendo al minuto el
desarrollo de la concentración en la Puerta del Sol. En su opinión, todos esos
jóvenes que ahora protestan, renegarán de su pasado en el momento en que
remontemos la crisis y pasen a ser una pieza más del sistema que ahora ponen en
cuestión. Lo que no dijo el contertulio fue el tiempo que tiene que transcurrir
para que tal cosa ocurra.
Y lo
que tampoco dijo fue que, a diferencia de los jóvenes de mayo del 68 que según
él cambiaron los adoquines por los 4x4 y la casita unifamiliar, las jóvenes
generaciones de hoy no parecen tener un especial interés en dedicar su vida a
conseguir un catálogo de objetos prescindibles, gracias a que han tenido la
oportunidad de comprobar en sus padres que, lejos de hacerles esos cachivaches
mejores personas, les han inoculado el virus de la codicia que, al final, ha
sido la razón que nos ha llevado al lugar en el que nos encontramos ahora.
Los
eslóganes escritos en las pequeñas pancartas que portaban en sus manos los
concentrados de ayer, y los comentarios que se podían escuchar en los
corrillos, no reclamaban una mejora de su situación particular, sino una
transformación en la manera de vivir colectiva cuyo alcance iba más allá de la
mera compensación monetaria individual.
Todavía
es pronto para mirar con perspectiva la profunda transformación en la que
estamos inmersos, pero todo apunta a que el personal está más que harto de una
moral social y personal en la que todo sirve si es para salvarse uno mismo. Los
valores que han venido sustentando desde hace décadas este rampante
individualismo suicida, están evacuándose con rapidez por el sumidero de la
Historia.
No
sé si se puede hablar de una naturaleza humana como si de un programa
preinstalado genéticamente se tratara, que pienso más bien que no, pero si hay
algo que nos diferencia como personas no es otra cosa que la necesidad de valorar
nuestros comportamientos y el de los demás, de acuerdo con el código moral
vigente en cada momento. Y el de ahora, se está diluyendo sin remisión.
El
movimiento 15-M se nos presenta como una ilusionante opción con la que
sustituir los valores en declive, aunque también es cierto que se enfrenta con
el miedo de esa gente capaz de apoyar unas alternativas que nos prometen
seguridad y orden, a cambio de entregarles en bandeja nuestra libertad. Los
resultados electorales de Grecia y Francia lo han puesto de manifiesto.
Ser
radical en este momento de nuestra historia significa renunciar al conformismo
y la pasividad, negar que la realidad que impera sea incuestionable, entender
que cada vez tenemos menos que perder, asumir el riesgo del cambio, transformar
los sueños en proyectos, luchar una vez más por la libertad, la justicia y la
igualdad para decir con la cabeza bien alta que somos seres humanos. El mundo
puede cambiar, pero no va a cambiar solo.