En estos días de aniversarios, hay otro que se producirá el lunes veintiocho. En ese día de febrero de hace treinta y cinco años, el último representante español abandonó el territorio en el que Diego García de Herrera, señor de Lanzarote, construyera en 1476 el fuerte de Santa Cruz de la Mar Pequeña, comenzando así la colonización del Sahara Occidental.
Durante estos años transcurridos desde 1976, buena parte de la población saharaui se ha visto obligada a vivir en una tierra que no es la suya. Su deseo de retornar se ha visto impedido por la fuerza del ejército marroquí, la pasividad de la comunidad internacional y la dificultad para hacerse oír de un pueblo tan numeroso como alguno de los distritos de Madrid.
Y porque existe un muro con una longitud de casi tres mil kilómetros. Más o menos la tercera parte de la Muralla China. Demasiado muro para tan poca gente.
Cerca de donde vivo hay un parque, el de Berlín, que expone a modo de escultura un segmento del muro que dividió durante veintiocho años la ciudad del mismo nombre que el parque. O al revés. Cayó en noviembre de 1989, nueve años después de que comenzara a erigirse el del Sahara.
Muros en Cisjordania, Melilla, Ceuta, Corea, Chechenia, México y en otros muchos lugares de esta aldea supuestamente global. Miles de kilómetros de barreras, cientos de guardianes para vigilarlas y demasiados intereses que defender. Aunque para muchos, reconocer que lo que se defiende son eso, intereses, resulta tan indigesto que necesitan de otros argumentos para digerirlo. Gran invento para ellos el de la identidad.
Aproximadamente el diez por ciento de los habitantes de este país no son españoles. Trabajan como los españoles, les gusta divertirse, como a los españoles, sueñan, como hacen los españoles… pero no tienen los mismos derechos que los españoles, porque no lo son.
Más o menos la mitad de la población de este país no son hombres. Trabajan como los hombres, o más, les gusta divertirse, como a los hombres, sueñan, igual que los hombres… pero ganan un doce por ciento menos, por el hecho de ser mujeres.
Podría seguir.
Los muros son algo más que muros. Son la metáfora con la que se construyen esas otras barreras invisibles, a veces sutiles, que nos ayudan a preservar el zoológico de las identidades.
Hong Guang Yu Gao, primer ciudadano chino en ocupar un sillón de vocal en una Cámara de Comercio española, cuenta que al llegar a este país todos le parecíamos iguales y que tan sólo era capaz de distinguir a los hombres de las mujeres, y a los calvos. Qué frágil esta identidad personal con la que nos miramos al espejo cada mañana, queriendo imaginar que somos tan diferentes de los demás.
Es precisamente ahí donde se cimientan los muros. Es ahí, en esa conciencia de ser distintos, donde nace la excusa para apropiarnos de las cosas que rellenan nuestra propia vacuidad. Y mientras deglutimos el pescado capturado en el rico banco sahariano, o habría que decir expoliado, salvamos nuestra conciencia cargando a los Gobiernos con la culpa de haberlo permitido.
Los muros caerán cuando nuestra identidad deje de elevarse sobre la apropiación de lo común. Cuando no sea otra cosa que un carné, el color de nuestros ojos, el timbre de nuestra voz o los poemas que escribimos para regalar.
Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. Tópico, aunque sugerente…