sábado, 26 de febrero de 2011

Muros

En estos días de aniversarios, hay otro que se producirá el lunes veintiocho. En ese día de febrero de hace treinta y cinco años, el último representante español abandonó el territorio en el que Diego García de Herrera, señor de Lanzarote, construyera en 1476 el fuerte de Santa Cruz de la Mar Pequeña, comenzando así la colonización del Sahara Occidental.
Durante estos años transcurridos desde 1976, buena parte de la población saharaui se ha visto obligada a vivir en una tierra que no es la suya. Su deseo de retornar se ha visto impedido por la fuerza del ejército marroquí, la pasividad de la comunidad internacional y la dificultad para hacerse oír de un pueblo tan numeroso como alguno de los distritos de Madrid.
Y porque existe un muro con una longitud de casi tres mil kilómetros. Más o menos la tercera parte de la Muralla China. Demasiado muro para tan poca gente.
Cerca de donde vivo hay un parque, el de Berlín, que expone a modo de escultura un segmento del muro que dividió durante veintiocho años la ciudad del mismo nombre que el parque. O al revés. Cayó en noviembre de 1989, nueve años después de que comenzara a erigirse el del Sahara.
Muros en Cisjordania, Melilla, Ceuta, Corea, Chechenia, México y en otros muchos lugares de esta aldea supuestamente global. Miles de kilómetros de barreras, cientos de guardianes para vigilarlas y demasiados intereses que defender. Aunque para muchos, reconocer que lo que se defiende son eso, intereses, resulta tan indigesto que necesitan de otros argumentos para digerirlo. Gran invento para ellos el de la identidad.
Aproximadamente el diez por ciento de los habitantes de este país no son españoles. Trabajan como los españoles, les gusta divertirse, como a los españoles, sueñan, como hacen los españoles… pero no tienen los mismos derechos que los españoles, porque no lo son.
Más o menos la mitad de la población de este país no son hombres. Trabajan como los hombres, o más, les gusta divertirse, como a los hombres, sueñan, igual que los hombres… pero ganan un doce por ciento menos, por el hecho de ser mujeres.
Podría seguir.
Los muros son algo más que muros. Son la metáfora con la que se construyen esas otras barreras invisibles, a veces sutiles, que nos ayudan a preservar el zoológico de las identidades.
Hong Guang Yu Gao, primer ciudadano chino en ocupar un sillón de vocal en una Cámara de Comercio española, cuenta que al llegar a este país todos le parecíamos iguales y que tan sólo era capaz de distinguir a los hombres de las mujeres, y a los calvos. Qué frágil esta identidad personal con la que nos miramos al espejo cada mañana, queriendo imaginar que somos tan diferentes de los demás.
Es precisamente ahí donde se cimientan los muros. Es ahí, en esa conciencia de ser distintos, donde nace la excusa para apropiarnos de las cosas que rellenan nuestra propia vacuidad. Y mientras deglutimos el pescado capturado en el rico banco sahariano, o habría que decir expoliado, salvamos nuestra conciencia cargando a los Gobiernos con la culpa de haberlo permitido.
Los muros caerán cuando nuestra identidad deje de elevarse sobre la apropiación de lo común. Cuando no sea otra cosa que un carné, el color de nuestros ojos, el timbre de nuestra voz o los poemas que escribimos para regalar.
Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. Tópico, aunque sugerente…

sábado, 19 de febrero de 2011

Huasca

De entre todos los sinónimos quizá sea, por onomatopéyica, la palabra que mejor describe el objeto que nombra. De origen quechua, huasca define la rama que sirve para azotar. Ya no, ahora describe la acción de corregir mediante el castigo físico las conductas de los niños indómitos. O eso era lo que me contaba hace poco una madre boliviana, cuando intentaba explicarle que en este país no se permite la huasca, ni la colleja, ni el bofetón. Le costaba admitirlo, aunque sabía íntimamente que no le quedaba más remedio que renunciar a esas prácticas ancestrales si no quería tener problemas.
Y mientras ella me hablaba de la huasca y de su utilidad, algunos recuerdos de mi propia vida me provocaron un escozor en la piel. Los reglazos en la palma de la mano propinados por el maestro, el puñetazo en la cara al pelear por una canica americana, el bofetón de mi padre, uno solo en toda su vida, o la colección de golpes regalados por los esmerados policías de la Brigada Político Social durante un interrogatorio.
Aunque bien mirado, creo que soy un privilegiado porque, a pesar de todo, no puedo decir que mi vida haya estado marcada por el castigo físico, como lo estuvo la de los congoleños corregidos a chicotazos, que describe Vargas Llosa en su reciente novela, haciéndose eco de lo que ya denunció Conrad muchos años atrás.
Soy, somos afortunados de vivir en un tiempo y un lugar en el que el miedo al daño físico no forma parte del repertorio de temores cotidianos de la mayoría. Ahora se utilizan otras huascas, quizá más sutiles, sofisticadas y demoledoras, para hacernos entrar por el aro.
Escucho a Roberto Verino decir en las noticias, que sus vestidos proporcionan seguridad a la mujer. No quiero utilizar el truco fácil de sacar unas palabras de contexto, pero la verdad es que dan que pensar. Vamos, creo yo, porque lo que se quiere decir es que nuestra estima depende sobre todo de los demás y de la valoración que hagan de lo más superficial, nunca mejor dicho, de nosotros mismos.
Ya no es el miedo a la colleja, es el pánico al rechazo social. Al parecer, se están dando casos de ataques de ansiedad, de momento sólo entre adolescentes, al no poder responder de manera inmediata a la infinidad de mensajes que reciben a través de las redes sociales. En serio.
Pudiera ser que esa necesidad cromañona de sentirnos miembros de la manada, esté detrás de la falta de pensamientos alternativos al modelo de sociedad. Cuesta creer que la Historia se haya detenido, aunque lo cierto es que se mire donde se mire, el horizonte es el mismo, o muy parecido. Claro que quienes se encargan de mostrarnos ese horizonte a través del papel, de las pantallas, o de los altavoces, también son los mismos, o muy parecidos. Al menos, en este país.
Seguramente, ese mundo inevitable que nos pintan no vaya más allá de ser un simple señuelo, una realidad virtual que, tarde o temprano, acabe por desvanecerse igual que la arena de la playa se nos escapa de las manos cuando intentamos retenerla. Lo estamos viendo en algunos países árabes y quizá lo lleguemos a ver también en nuestras acomodadas sociedades, tal y como prevé José Félix Tezanos en un reciente artículo de la revista Sistema.
Y si eso ocurre algún día, si la violencia machista o el acoso escolar pasan a ser un vago recuerdo de los vestigios de brutalidad que todavía vivimos, sobrepasados ampliamente por una violencia social más o menos organizada, no será extraño que surjan entonces de entre nosotros, hombres de orden con o sin tricornio, que pretendan, a base de huascas, poner nuevamente las cosas en el lugar del que nunca debieron haberse movido.
Posiblemente, la única manera de evitar que ese horizonte hostil se convierta en una realidad, sea construir un mundo en el que la Justicia, con mayúscula, nutra el torrente de valores que recorren nuestras venas.
Por cierto, que también fue un 23 de febrero cuando un ministro tuvo que dimitir porque, seguramente, se empeñó demasiado en alcanzar ese bello sueño de un mundo poblado por hombres justos. Me consta.

sábado, 12 de febrero de 2011

Las mil caras de San Valentín

Se miran, se besan y uno observa, un tanto sorprendido, lo extraordinario que resulta que dos seres humanos puedan sentir esas emociones tan complejas y enloquecedoras. Y también uno se pregunta si eso que está contemplando es algo que siempre se ha sentido de la misma manera, o si se siente lo mismo a lo largo de la vida, o incluso, si lo que están sintiendo cada uno de los dos enamorados que tiene frente a sí, es algo similar o parecido.
Lo mejor sería no hacerse ninguna de esas preguntas y desearles a ellos dos y a tantos otros que están en su misma situación, que aprovechen la ocasión y disfruten del momento. Sin embargo, no resulta fácil renunciar al intento de conocer mejor una de las emociones más humanas y más turbadoras. Aunque sólo sea porque nos animan a ello una vez al año.
No se trata del amor al prójimo, ni del amor paterno-filial, ni del amor al trabajo, ni de todos esos otros amores que nos acompañan sin que alteren nuestra previsible vida. Se trata del amor entre dos personas, capaz de hacer saltar por los aires convicciones, principios y certezas.
Y una primera interrogante es saber por qué afecta sólo a dos personas, provocando que el resto de la humanidad pase a ocupar para ellos dos, un lugar subalterno. No tengo la respuesta, pero en todo caso, me parece una limitación por la que deberíamos reclamar a quien corresponda. Sería hermoso compartir esos sentimientos con tres o cuatro personas o, por qué no, con la humanidad entera. De esa manera, viviríamos en un mundo mucho mejor, creo yo. Pero hasta que alguien lo arregle, nos conformaremos con amar a una sola persona. Que no es poco.
Una segunda interrogante es intentar comprender por qué ese sentimiento es tan intenso, que hace que el más cuerdo pierda la razón y el más curtido se desmadeje. La lista de afectados se cuenta por centenares de millares a lo largo de la Historia. Tampoco tengo la respuesta para esta pregunta, aunque sí conozco algunas de las que han dado los entendidos en el tema.
Enajenación mental transitoria, o no tan transitoria, es la manera con la que los más sesudos han definido el fenómeno. Y no sé si la explicación será cierta, pero es verdad que más de uno ha terminado por esta causa con los huesos en el frenopático.
Lo del gen egoísta es más prosaico, aunque también más tranquilizador, porque sintetiza el amor en un impulso sexual que, al fin y al cabo, pretende la perpetuación de la especie a costa de lo que sea y por encima de cualquier obstáculo que se interponga. Lo que significa que, más que perder la cabeza, lo que perdemos es el control de nuestra vida que pasaría a manos de una sola de nuestras células. Con la de millones que tenemos.
Más inquietantes empiezan a resultar algunos de los descubrimientos de la neurociencia. Como uno de los más recientes, en el que los investigadores han evidenciado que las estructuras cerebrales implicadas en el comportamiento agresivo, son las mismas que controlan el comportamiento sexual. De ser cierto, se podrían empezar a explicar algunas cosas. Aunque hay que ser prudentes porque los estudios se han realizado con ratas y, aparte del gusto por el queso, parece arriesgado pensar que puedan existir muchas otras similitudes.
O quizá no. Quién sabe. Porque es verdad que me ha parecido ver esta mañana un poco alborotados a los búhos, perdices y conejos con los que me he cruzado en mi marcha campestre casi primaveral. A lo mejor también ellos se transforman y pierden el rumbo cuando un congénere les mira con ojos brillantemente iluminados.
En fin, muchas preguntas sobre el amor y pocas respuestas. Sobre el desamor, habrá que esperar a que se le ocurra a alguien fijar una fecha para celebrarlo. Todo se andará y si no, al tiempo.

sábado, 5 de febrero de 2011

Dios

Sólo escribir su nombre provoca cierta zozobra y congoja. Al menos a mí. Quizá sea porque diez años de educación entre sotanas, en esa primera etapa de la vida en que la mente y el corazón todavía no están corrompidos por el escepticismo, acaban por dejar una marca indeleble en lo más profundo de la conciencia.
Conozco creyentes que viven con un Dios festivo y amable, que les escucha y apoya incondicionalmente en los momentos difíciles, como lo haría un buen amigo. Sin embargo, el Dios que yo conocí era un padre severo dispuesto a castigar en cualquier momento con gritos atronadores, la más ingenua de las debilidades infantiles. Es verdad que también llegué a verle predicando entre jóvenes de pelo largo y guirnaldas de flores al cuello, que cantaban al son de acordes de guitarra californianos. Pero para entonces, hacía ya unos años que había decidido posponer para más adelante mis tormentosas reflexiones sobre la suprema omnipresencia.
Vano empeño, porque aunque no lo quisiera reconocer, estuve entretenido durante mucho tiempo, y quizá todavía lo esté, sacudiéndome el legado más valioso de esa herencia aceptada sin beneficio de inventario. El miedo.
Y cuando después de muchos tropezones, consigues no amedrentarte demasiado y darte un poco de aire, aparece la hija del miedo, o hijastra, no sé muy bien. La culpa.
Entonces es cuando sientes cierto vértigo, al darte cuenta de que quizá no tengas vida suficiente para desembarazarte de esa pareja celestial que, sin haberlo elegido, te viene acompañando desde la pila bautismal.
Alguien dirá que el miedo y la culpa son condiciones necesarias para la libertad, aunque yo no lo creo. Más bien, al contrario. Y si pretendemos navegar hacia la libertad, manías que tiene la gente, habría que empezar por dudar de los mapas en los que para llegar a destino, sólo hay un rumbo. La fe.
Este sábado se ha celebrado en el Ateneo de Madrid, la VII Jornada Anual de Europa Laica (http://www.laicismo.org/europa_laica). La ponencia de la profesora de Derecho Constitucional, Ana M.ª Valero, en torno a la libertad de conciencia en los menores, abordaba entre otros polémicos asuntos el de la enseñanza de la Religión en la escuela. La conclusión, después de escuchar sus finos y sofisticados argumentos jurídicos y doctrinales, es que bastaría con que existiera la voluntad política necesaria, para conseguir que nuestros hijos aprendieran el dogma de los dogmas, extramuros de la institución que pretende cultivar en ellos el antídoto del miedo. La crítica.
Aunque la verdad es que, en esta sociedad descreída, resulta cada vez más difícil inculcar y mantener los viejos dogmas. Desde luego, en lo que se refiere a los grandes proyectos políticos surgidos del siglo XIX, apenas queda ya un rastro de polvo. Y algo similar parece ocurrir, al menos en Occidente y por lo que estamos viendo últimamente, quizá también en Oriente, con esa fe milenaria capaz hasta hace no mucho tiempo, de reproducir periódicamente el sacrificio primigenio en seres de carne y hueso, como los monjes de la película de Xavier Beauvois, De dioses y hombres.
Quizá sea por esa dificultad, por lo que se está ensayando una alternativa al clásico discurso del miedo, sustituyéndolo por otro más práctico y terrenal como el de Monseñor Martínez Camino, secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal Española, cuando nos advierte estos días de que el matrimonio civil es más leve que un contrato de telefonía móvil. Aunque en el fondo, razón no le falta, porque según me han contado, parece que hay algunos contratos de permanencia que se prolongan más allá de la vida del cliente.
Pecaría de injusto si no reconociera la labor que muchos hombres y mujeres de fe desempeñan día a día ayudando al prójimo de diferentes maneras y en los lugares más inverosímiles. Aunque ellos son al clero lo que, a juicio de algunos, el clero es a Dios.
Y es que, igual que hay quien dice eso de que es juancarlista pero no monárquico, los hay también que se despachan con aquello de que ellos creen en Dios, pero no en los curas. Si al final va a resultar que no es tan difícil convivir en una sociedad laica y que cada uno ocupe el lugar que le corresponde. Reddite ergo quae sunt Caesaris Caesari, et quae sunt Dei Deo.

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