El
destino, sea lo que quiera que eso sea, parece estar detrás de los avatares de
nuestra vida aunque cada uno lo entienda de la manera interesada que mejor le
convenga. Y es interesada porque, en general, atribuimos los éxitos a nuestras
actitudes personales y las desdichas a eventos ajenos a nuestra voluntad.
Pensamos así, no sólo porque estamos convencidos de que casi nadie busca las
desgracias de manera consciente y voluntaria, sino también y en sentido
contrario, porque las alegrías son el fruto de nuestro empeño personal por
conseguirlas, del esfuerzo, de la iniciativa y del emprendimiento, actitudes
tan de moda en estos tiempos que corren.
Así
pues, la buena suerte está reservada sólo para cuando el azar nos catapulta más
allá de lo imaginado, como ocurre con la lotería. Sin embargo, no tenemos
suerte cuando nuestros deseos y anhelos se ven frustrados a pesar del empeño
puesto en conseguirlos. Que, por otra parte, es lo habitual. La mala suerte va
un paso más allá, porque es la que provoca las desgracias imprevistas. Los accidentes, por ejemplo.
Estamos
tan habituados a interpretar los acontecimientos de la vida de esta manera, que
raramente nos preguntamos por la aparente diferencia de por qué los logros
dependen de nosotros mismos y sin embargo las frustraciones o las desgracias
son hijas de la suerte, o lo que es lo mismo, del azar. Parece razonable
deducir que ambos tipos de eventos, alegrías y penas, deberían de estar
sometidos a las mismas leyes. O son fruto del empeño, o lo son del azar, o de
ambas cosas a la vez. Digo yo…
En
esos momentos en los que uno hace revisión de lo que ha ocurrido a lo largo de
su vida, llega a la conclusión de que las razones por las que ha sucedido casi
todo lo importante han sido un tanto ambiguas, brumosas y desconcertantes.
Basta con tirar un poco del hilo de cada pequeña historia de nuestra biografía,
para comprobar que azar y voluntad fueron en aquel momento los ingredientes
básicos de ese gazpacho. Claro, que se llega a esa conclusión siempre que uno sea
honesto y no ejerza de maníacamente egocéntrico, ni de impenitentemente
depresivo.
El
accidente de moto sufrido hace unos días por la Delegada del Gobierno en la
Comunidad de Madrid, a la que deseo una pronta recuperación y, salvando las
distancias, el accidente también de moto que me tiene fuera de juego desde hace
más de cuatro meses, son un buen ejemplo de cómo la vida zigzaguea por
vericuetos solapados. No sé qué pensará ella cuando esté en condiciones de
hacerlo, pero en lo que a mí se refiere, acabar sobre el asfalto hecho un
pingajo fue el resultado de una muy mala suerte, aunque también trufada por la decidida
voluntad de hacer las cosas que antecedieron al impacto con el otro coche. Como
por ejemplo, ir en moto.
De
igual manera creo, que los éxitos personales conseguidos, dicho esto en
términos coloquiales para entendernos, no sólo se han debido a mis
cualidades, sean las que sean, sino también, y seguramente sobre todo, al azar.
Y si me dan a elegir entre lo uno y lo otro para entender el devenir de la vida, me
quedo con el azar. Al fin y al cabo, es más tranquilizador, y épico, que el destino esté en
manos de la sabiduría de los dioses, que en las de la incertidumbre humana.