El neuropsicólogo ruso Alexander R. Luria, describió de manera entrañable en su opúsculo “Pequeño libro de una gran memoria”, el sufrimiento de un hombre incapaz de olvidar los más nimios detalles de su vida. Todo lo ocurrido, sentido y vivido, estaba permanentemente presente de un modo u otro. Lo que para algunos sería motivo de sana envidia, sobre todo para los estudiantes y opositores, para el paciente del neuropsicólogo ruso se convirtió en una auténtica tortura cotidiana.
Los que vamos teniendo cierta edad, nos conformaríamos con recordar dónde demonios hemos dejado las llaves o cuál era la maldita contraseña para acceder a nuestro correo electrónico. Día a día vamos notando cómo nuestra memoria comienza a tener lagunas, sobre todo cuando necesitamos a veces unos segundos para recordar el nombre de la persona que lleva trabajando a nuestro lado varios años. Y sabemos que lo que viene no va a mejorar la situación. Hemos visto de cerca a nuestros seres queridos perder cualquier sentido de identidad, incapaces de reconocer como tales a sus familiares más cercanos. Por eso sospechamos que nuestro futuro no va a ser muy diferente al de ellos.
La tendencia, a veces algo compulsiva, de fotografiar o grabar en vídeo los acontecimientos de la vida cotidiana, quizá no sea otra cosa que intentar preservar los recuerdos que sabemos de antemano condenados al olvido. Posiblemente, con la misma finalidad guardamos en trasteros y armarios objetos de todo tipo, con la esperanza de que nos ayuden a recuperar en algún momento el tiempo perdido ya para siempre.
Nos cuesta desprendernos de los momentos felices y posiblemente por eso mismo, nos convertimos en aprendices de Diógenes acumulando cachivaches variopintos, que al final terminan por cubrirse de polvo sin que nadie se ocupe de darles un aire.
Por el contrario, la mayoría intentamos desprendernos lo antes posible de los recuerdos amargos. Es cierto que en algunas ocasiones nos regodeamos dejándonos sucumbir en la melancolía, pero salvo los nostálgicos por naturaleza, casi todos nosotros evitamos hacer concesiones a una memoria que se nos presenta en ocasiones con un tono amenazante.
Algo así les debe ocurrir a los que participaron, directamente o por herencia familiar, en el sostenimiento de la dictadura franquista. Íntimamente conscientes de lo injustificable de ese régimen, pretenden negar lo sucedido y evitar de ese modo cualquier atisbo de inquietante culpabilidad. Como si no hubiera pasado nada, intentan convencerse y convencer a los demás, de que lo ocurrido no tuvo lugar o, en los casos más recalcitrantes, de que el pasado resultó al fin, un glorioso periodo de la historia colectiva.
Lamentablemente para ellos, los supervivientes de sus hazañas o los familiares de los que hace mucho tiempo que ya no están aquí para contarlo, han comenzado a desempolvar los recuerdos de lo que nunca debió ocurrir. No creo que su actitud se deba tanto a la necesidad de revivir el sufrimiento padecido, como a la esperanza de que el reconocimiento público sea capaz de transformar esos recuerdos tenebrosos, en algo sobre lo que ellos, las víctimas, no tuvieron culpa alguna. Y de esa manera, poder guardarlos definitivamente en los armarios, hasta que el polvo los termine de sepultar para siempre.