domingo, 24 de abril de 2011

Si lo llego a saber

Las previsiones meteorológicas para esta Semana Santa se han cumplido con una precisión inquietante. Lejos quedan ya aquellos hombres del tiempo que miraban a la cámara de televisión con gesto más de duda que de certeza, mientras señalaban con un puntero el mapa escolar en el que habían dibujado unas isobaras, cuyo significado resultaba para el espectador tan brumoso como su credibilidad.

Ahora, sin embargo, crisis económicas, revoluciones árabes y terremotos japoneses aparte, tenemos la impresión general de que vivimos una vida bastante predecible. Sabemos de antemano qué partido va a ganar en unas elecciones a un año vista, aunque por si acaso, más vale votar, porque como escribe Vargas Llosa en El País de hoy, “no votar equivale siempre a votar por el que gana”. Conocemos por anticipado la hora a la que llegará el AVE a su destino. El tiempo que esperaremos hasta recibir la asistencia en carretera. Y hasta el resultado de un Madrid-Barça. Lástima que todavía no seamos capaces de anticipar la combinación ganadora de la Lotería Primitiva. Aunque todo se andará.

Prever el futuro ha sido un deseo tan humano y tan antiguo como el deseo de inmortalidad, seguramente porque, bien pensado, ambas cuestiones acaban por ser la misma cosa. Y algo nos hemos acercado, si no a la inmortalidad, sí al menos a la posibilidad de predecir con cierta aproximación, aunque algo truculenta, el número de años que aún nos quedan por vivir.

Y ya no sólo sabemos cuándo nos vamos a morir y hasta de qué forma, sino que, en una vuelta de tuerca a nuestra capacidad de previsión, ahora podemos conocer, nada más y nada menos, si vamos a llegar a nacer. En un reciente artículo de la revista “Human Reproduction", Tom Kelsey y Hamish Wallace, investigadores de la Universidad escocesa de Saint Andrews, publican una fórmula con la que predecir los años de vida fértil de una mujer y evitar de ese modo que, por un despiste, alguien se quede esperando durante una eternidad en el limbo de los justos.

En aras de satisfacer las previsiones de longevidad establecidas, mantenemos una dieta adecuada, hacemos ejercicio físico, abandonamos el tabaco, bebemos con moderación, utilizamos el cinturón de seguridad y el casco, evitamos los ascensores en caso de incendio, póntelo pónselo, y en definitiva, seguimos todas las indicaciones emanadas de la autoridad competente. Y lo hacemos aunque sepamos que las previsiones para nuestro límite biológico se sitúan, más o menos, allá por los ciento veinte o ciento treinta años, que es verdad que sin ser la inmortalidad, no está mal. Aunque si, por circunstancias, se tiene que visitar una planta hospitalaria con camas ocupadas por ancianos, quizá verlos y ver la vida en ellos, nos haga pensar en el valor que puede tener realmente la prolongación de la esperanza de vida o, más bien, en el valor que puede tener la vida, sin esperanza.

Todo este afán de los seres humanos para evitar la llegada de lo ineludible, previendo todos los riesgos posibles y conocidos, contrasta de manera reveladora con la sumisión con la que Jesús de Nazaret aceptó una crucifixión conocida de antemano. Sabiendo lo que sabía, no sólo no evitó su doloroso final, sino que parecía disfrutar con cada renuncia por escapar de la llegada de lo inevitable. Sin embargo, la grandeza del gesto divino no me lo parece tanto por el hecho de que pudiendo evitar la fatalidad no lo hiciera, sino porque asumiera de manera responsable su libre decisión de morir en la cruz.

Uno de estos grises días de lluvia, escuchaba en la televisión a un motero de pelo blanco, de esos vocacionales que frecuentan el Puerto de la Cruz Verde, contar que su mujer siempre decía que moriría de la manera que él había elegido. Sobre la moto.

A pesar de las bienintencionadas previsiones de todo tipo, parece como si dioses y humanos tuviéramos una tozuda tendencia para ignorar los avisos que nos advierten de que el precipicio se encuentra detrás de la puerta. Y la abrimos. Aunque sólo sea para contemplar por unos instantes la grandiosidad del vacío. Lo que ya no vale, por dignidad y decoro, es eso de arrugarse ante la visión de lo inesperado y pronunciar el irresponsable e inútil conjuro exculpatorio. Si lo llego a saber…

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