sábado, 26 de marzo de 2011

Inercias

Contemplando las imágenes de un alud en la montaña, del fuego incontrolable en un frondoso bosque, del cazador apuntando con el rifle a su pieza, o del reo subido al patíbulo con la soga al cuello, sabemos de antemano cuál va a ser el inevitable final de cada relato. Acostumbrados a pensar que la voluntad inteligente es capaz de trastocar lo previsible, la determinación que muestran algunos acontecimientos, nos provoca una cierta sensación de impotencia al poner en cuestión el orgullo de una especie que ha sido capaz de burlarse del determinismo desde hace un millón de años.

El impresionante avance científico y técnico conseguido desde que se dominó el fuego o se inventó la rueda, refuerza nuestro convencimiento de que cualquier problema al que nos enfrentemos tiene solución. Lo que seguramente nos cuesta admitir con la misma facilidad, es que cualquier solución que se nos ocurra, genera a su vez un nuevo problema por resolver. Y no se trataría tanto de adoptar una actitud pasiva ante la imposibilidad de solucionar todos los enigmas, como de reconocer que en el Universo debe existir cierta inercia de las cosas, ante la que resultan vanos nuestros empeños humanos.

En el marco de las jornadas sobre tecno-humanidad, auspiciadas por la Fundación del Banco de Santander, el profesor Steve Cowley, Director del Culham Centre for Fusion Energy, expuso el pasado miércoles en su persuasiva e ilusionante conferencia “Fusion. Powering the Future”, las maravillas de lo que supondrá, en quince o veinte años, la utilización industrial de una energía barata, prácticamente inagotable, y limpia. Nada menos que la energía con la que nos ilumina y calienta el mismo Sol.

De lo que no habló el profesor Cowley, entre otras cosas, fue del efecto que tendría tan impresionante energía cuando se aplique a la transformación de unas materias primas caras, escasas y contaminantes. Lo cierto es que, aunque fuéramos capaces de prever todos los posibles efectos, medioambientales, políticos, económicos y sociales de la utilización de la energía de fusión nuclear, las ingentes inversiones destinadas por la U.E. China, EE.UU. India y otros países para su investigación y desarrollo, han generado ya tales inercias que, casi con toda seguridad, los congéneres que vivan para entonces tendrán que empeñarse, como siempre, en buscar soluciones para los nuevos problemas creados.

La inercia y hasta cierto punto lo inevitable, aunque no sean la misma cosa, provoca en nosotros distintos grados de rebeldía proporcionales a la naturaleza de la fuerza que nos hace sentir atenazados. Porque una cosa son las imposiciones de una implacable naturaleza y otra muy distinta, la capacidad de los humanos para someter a otros a unas formas de vida que se pretenden explicar como incuestionables. Rebelarse contra la lluvia es un gesto vedado a los poetas, pero sublevarse contra la pobreza, la injusticia o la imposición, es un reflejo que acompaña a nuestra respiración. O debería.

Hasta donde puedo alcanzar a conocer, los mercados, qué eufemismo, no están incluidos en ninguno de los reinos de la naturaleza, a pesar de que aunque no se nos diga, se nos esté insinuando un día sí y otro también. Se está consiguiendo que los ciudadanos percibamos la crisis del mismo modo que vemos las imágenes de un alud en la montaña. Algo imparable, fuera del control de las decisiones humanas. Nadie es responsable o, lo que es peor, todos lo somos. Parece como si la inercia de la desconfianza se hubiera instalado en todos los rincones de la economía y que nadie pudiera hacer nada, o muy poco, por evitarlo.

Bueno, nadie no. En un alarde de voluntarismo, egolatría, ignorancia o manipulación interesada, el señor Rajoy nos promete un mundo feliz cuando gane las elecciones generales. Pero mi escepticismo no se lo acaba de creer. Y no porque piense que la crisis económica sea inevitable, sino porque me parece que el señor Rajoy no es el poseedor de las llaves que abren la caja de las soluciones.

Esas llaves están en otras manos, en otros lugares. Mi duda consiste en saber hasta dónde están dispuestos a tensar la cuerda los que pueden evitarlo, porque si llega el momento en que los ciudadanos dejen de considerar la crisis económica como si fuera un tsunami, y empiezan a poner nombres y apellidos a sus responsables, puede que contemplemos uno de esos momentos de la Historia en los que conocemos el final por adelantado. Algo tendrá que ocurrir, digo yo.

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